martes, 25 de agosto de 2009

EL TIEMPO NO CURA ESTAS HERIDAS INFANTILES


"Todo explotó cuando yo tenía 34 años y dije que había sufrido abusos sexuales entre los 9 y los 17 años. Fue una bomba, claro". A los 52 años, esta barcelonesa nacida en Capellades, que ha dedicado el resto de su vida a ocuparse de casos como el suyo, aún evita hablar de aquella época y de todo lo que rodea esa experiencia. Se excusa: "Hice un pacto de discreción, que respeto aunque las circunstancias hayan cambiado". Tras dos horas de conversación, aparece una pista del trauma que perdura.
"Pensé durante mucho tiempo que había tenido abusos porque me los merecía.Creía que tenía la negra". La culpa. El porqué. Y al fin, mucho después, en plena madurez, con 34 años, la rebelión: poner las cartas sobre la mesa hablando del gran secreto oculto en el pasado. Y comprobar, a partir de ese momento, que su caso no es único, ni mucho menos.
Los abusadores suelen estar entre gentes próximas al niño: es lo que vemos todos los días", señala.

"Yo escribía. Escribo. No era un diario, eran notas, pensamientos. Una sobrina mía encontró esos escritos: así se destapó todo". Ese todo era el gran secreto de su trauma. "Cuando pasa una cosa así, la gente reacciona de muchas formas. Muchos no me creían, otros sí, cada cual se coloca en el lugar que le corresponde.
Busqué ayuda psicológica, pero estaba sola y frustrada: no podía hablar con nadie, ni tomar las riendas de mi vida. Lo dije todo para encontrar comprensión. Me di cuenta de que había una muralla de silencio, que el tema era un tabú hasta el punto de que mucha gente intenta borrarlo de su mente, pero no puedes porque es una experiencia de imposición: el abuso es que te imponen una visión de la sexualidad, de algo que deberías descubrir por ti mismo". El abuso es un acto directo de poder sobre la intimidad.

El tiempo no cura estas heridas infantiles: ésa es su experiencia. Hay que actuar: "Hablar, normalizar lo que te ha ocurrido, romper el aislamiento, a mí me ha ayudado. Mi terapia también ha sido trabajar para que a otros no les suceda esto, que la gente no lo calle, y que los niños no se sientan cómplices de los abusadores, lo cual sólo se logra con información".

"No podía vivir con aquello: tenía que contarlo para curarme". Hoy ayuda a quienes han pasado por situaciones similares y trabaja para impedir que haya más víctimas.

A Vicki todavía le tiembla la voz cuando verbaliza los pocos recuerdos que le quedan de su infancia. El resto los bloqueó cuando, a los nueve años, una persona de su entorno empezó a abusar sexualmente de ella. “Era un adulto quien me acariciaba y me decía que yo era especial para él y que, para evitar celos, tenía que ser un secreto”. Y así fue. Durante muchos años, Vicki no habló del tema y sobrevivió a un calvario de enfermedades psicosomáticas, tristeza y soledad. El mismo que la mayoría de personas que, tras sufrir abusos sexuales en su infancia o adolescencia, callan.

Tras este largo silencio, Vicki buscó ayuda. Anhelaba encontrar a alguien que le sacara del tormento que vivía. Desde pequeña había soñado que las hadas de los cuentos, una noche, lo harían. Pero nunca llegaron. Fue ella quien salió a buscarlas desesperadamente y, al no encontrarlas, creó una asociación para ayudar a quienes se encontraran en su misma situación. Así nació Fada (hada en catalán), una asociación especializada en el asesoramiento, tratamiento, sensibilización y prevención de los abusos sexuales a menores. Desde aquel momento, el horror que había paralizado su vida se convirtió en el motor de ésta.
“Hay que concienciar y sensibilizar a la gente de que los abusos sexuales existen y, por desgracia, son muy frecuentes”, explica Vicki. “No hay que ser alarmista, pero sí dar herramientas para detectarlo, tratarlo y, sobre todo, prevenirlo. Y esto se consigue informando”.
“El gran problema con el abuso sexual en la infancia es que no se habla de él y parece que no exista”, explica Vicki. El fuerte secretismo que rodea esta problemática lo explican los dos pilares que habitualmente la sustentan: la familia y el sexo.

Según los psicólogos Enrique Echeburúa y Cristina Guerricaechevarría, autores del estudio Abuso sexual en la infancia: víctimas y agresores, entre un 65% y un 85% de los abusos sexuales ocurren en el seno del hogar, en forma de tocamientos y sexo forzado. Por esta razón, numerosos casos no salen a la luz o se quedan en el ámbito privado; pocas veces se produce el terremoto familiar que las víctimas esperan. Incluso cuando alguien de la familia conoce lo que está sucediendo, tampoco lo denuncia por la desestructuración que supondría destaparlo.

Así ocurrió cuando, a los 13 años, Manuela explotó y le contó a su madre que su padre había abusado de ella. “Se quedó alucinada, lo único que salió de su boca fue: a partir de ahora, de la niña me ocupo yo”. No hubo grandes dramas ni peleas; tampoco el apoyo y la empatía que Manuela hubiera necesitado para dulcificar su dolor. Siguió viviendo bajo el mismo techo que su abusador. “Nadie me ha devuelto la niñez que me robaron, ¿y dónde puedo ir a reclamarla?”, se queja. “Te han jodido la vida, y te la han jodido en tu casa”.

La familia de Manuela era, aparentemente, una familia normal y unida. Su padre trabajaba, no bebía ni era violento, y su madre cuidaba de sus hermanos y de ella. “En casa no había problemas ni gritos, y nos daban mucho amor. Eso sí, existía un sentido muy estricto de lo que estaba bien y de lo que estaba mal hecho. Eran muy religiosos y pudorosos, el sexo era tabú.

Nadie hablaba de eso porque era pecado”, recuerda. “Luego me di cuenta de que el pecado no es el sexo, que es algo natural, sino abusar de una hija”. Dice no sentir rencor hacia su padre, prueba de ello es que no privó a su propio hijo de la oportunidad de disfrutar de su abuelo, pero reconoce que no ha sido fácil aceptar lo que pasó.
Ha invertido en ello mucho sufrimiento, voluntad y numerosos libros de autoayuda. “¿Cómo pudieron?”, se pregunta una y otra vez. “Sigo teniendo sentimientos encontrados al respecto; por un lado son las personas que más he querido en el mundo y sé que ellos a mí también, pero por otro son quienes más daño me han hecho”.

Para reconciliarse con estos y otros sentimientos y lograr entender el porqué de las actuaciones de sus progenitores, Manuela investigó sus pasados. “Mi padre también fue agredido de niño, y eso explica muchas cosas”. Según Noemí Pereda, psicóloga especializada en abusos sexuales a menores, hay un porcentaje muy alto de abusadores que fueron víctimas de abusos en el pasado y normalizan el patrón, “o bien porque nunca lo han reconocido, o bien porque repiten lo aprendido en las relaciones paterno-filiales”.
Lejos de las creencias generalizadas, los abusos sexuales no ocurren únicamente en clases sociales bajas, ni los abusadores tienen por qué ser delincuentes o marginados.
Muy al contrario, son personas integradas en la sociedad y, casi siempre, reconocidas en sus círculos. La relación con la víctima se va consolidando lentamente, a través de regalos, charlas o haciendo que se sienta especial.

Así es como Miguel acabó confiando en el sacerdote que se ocupaba de un grupo de jóvenes católicos los fines de semana. “Él me observó y vio que era un niño tímido y reservado. Se ganó mi confianza llenándome huecos afectivos. Hay que entender que todo no pasa de un día para otro, es algo gradual”, aclara. “Con el tiempo, la relación va haciéndose más intensa y, sin darte cuenta, eres más permisivo”. Inicialmente, el sacerdote se le acercaba en el comedor para hablar de sus problemas e inquietudes intelectuales. Poco a poco, las charlas amistosas fueron derivando en conversaciones sobre sexo –“educación sexual”, decía él–, con demostraciones incluidas. Después llegaron los besos. “En ese momento me di cuenta de que aquello no era normal y de repente hice un cambio de chip; me alejé totalmente de él”. Miguel guardó silencio. “Te callas por vergüenza, sobre todo siendo hombre. Crees, erróneamente, que igual tú has hecho algo mal para que ocurriera. Después te lo niegas. Duele demasiado pensar que una persona en la que confiabas y a la que respetabas se ha aprovechado de ti”.

Habitualmente, el descubrimiento de un abuso tiene lugar tiempo después de que ocurra, únicamente un 2% de los casos se conocen inmediatamente. El temor a que la familia se desintegre, a no ser creídos, a ser acusados de seducción, a escuchar preguntas como ¿por qué lo cuentas ahora? o ¿qué necesidad hay de removerlo todo?, y el miedo al qué dirán son los factores que silencian los abusos sexuales a menores. Miguel estuvo mucho tiempo haciendo ver que aquel episodio de su vida nunca había ocurrido. “Estaba tan desbordado que no me permitía sentir lo que me estaba pasando”. Se concentró en acabar el bachillerato, entrar en la carrera de medicina y no dar disgustos en casa. Pero años más tarde, viendo una película donde una mujer era violada, revivió todo. “Me pasé llorando la noche entera”. Al día siguiente buscó ayuda.

Claudia también lapidó los abusos que sufrió a los cuatro años a manos de un familiar. Incluso llegó a dudar si alguna vez ocurrieron. “Intuía algo, pero no sabía exactamente qué había sucedido”. Tras leer un reportaje sobre el tema, que había guardado durante meses en un cajón, y reconocer las sensaciones que los protagonistas relataban, decidió llamar a Fada. “Aquí me explicaron que lo que sentía era fruto de los abusos. Empecé a entender muchas cosas”.


“Hablar de lo que ha ocurrido es una liberación necesaria para quien lo ha sufrido”, reconoce Miguel, “aunque no deja de ser molesto para tu entorno”. Recuerda el momento de desvelárselo a su madre como uno de los más duros de su vida. “Sabía que iba a herirla, pero contándoselo era la única manera de sanar yo”. Claudia probó distintas terapias con psicólogos, pero hasta que no llegó a Fada no se sintió realmente comprendida. “La gente que ha pasado por lo mismo que tú es quien mejor te entiende; es como si hablaras un mismo idioma”. Para Manuela, este encuentro supuso una contradictoria sensación de alivio: “Por un lado te entristece ver que hay mucha gente, demasiada, que pasa por esto, pero al menos no te sientes tan sola”. Comprobó que no era un bicho raro: “Yo dudaba si era normal. He estado viva todos estos años porque mi cuerpo seguía respirando y porque tenía un hijo que sacar adelante, pero emocionalmente es como si hubiera estado muerta. No he podido sentir ni disfrutar, y eso te machaca. No sabía si sería capaz de salir adelante con mi vida y lograr algún día ser feliz”.

Tal y como apuntan los expertos, el abuso sexual es un suceso traumático que puede producir efectos psicológicos negativos a corto, medio o largo plazo, y en algunos casos no producirlos.

Todo dependerá de cómo canalice el menor la experiencia, la reacción que encuentre en su entorno frente al suceso, quién sea el abusador, cuánto duren los abusos y las situaciones con las que se encuentre la víctima a lo largo de su vida. Es difícil hablar de un síndrome o unas consecuencias comunes a todas las personas que han sufrido abusos, pero sí existen conductas y estados a través de los cuales familiares, profesores o el entorno más cercano pueden detectarlos.


Según un estudio elaborado por el Centro Reina Sofía contra la Violencia, las reacciones más inmediatas entre las niñas son de tipo ansioso-depresivas, que a veces dan pie a tristeza y aislamiento, mientras que entre los niños abundan el fracaso escolar, los problemas de comportamiento sexual –masturbación compulsiva o comportamientos que no pertenecen al nivel evolutivo del niño- y las conductas agresivas. Durante la adolescencia son frecuentes las huidas de casa, el consumo de alcohol y drogas, e incluso el intento de suicidio. Los efectos a largo plazo, cuando la víctima ya es adulta, son más diversos y dependerán mucho de si existen factores externos que los desencadenen. Las alteraciones más frecuentes son de tipo social, sexual y emocional –desencadenantes de ansiedades, desconfianza, sentimiento de culpa y baja autoestima–, las depresiones, el control inadecuado de la ira y las conductas compulsivas o adictivas, que suelen provocar disfunciones alimentarias (anorexia y bulimia), ludopatía, drogadicción o prostitución.

Vicki manifestó algunos de estos síntomas en la adolescencia. Se convirtió en rebelde y problemática, y se ganó la etiqueta de estar “poseída” por el extraño comportamiento que adquirió desde que empezaron los abusos. “Era una manera de llamar la atención, necesitaba que alguien se diera cuenta de lo que estaba pasando”. Pero nadie preguntó. Una vez más, el silencio ganaba la partida a los abusos, que continuaron durante años. “Fui perdiendo la capacidad de relacionarme con los demás y asumí que yo no tenía derecho a cosas como la ilusión, el amor y el sexo. Me veía como un instrumento para que lo consiguieran los demás”. A Manuel, los abusos también le dejaron mutilada la capacidad de tener relaciones de pareja satisfactorias y le provocaron estados de ansiedad muy fuertes. “Hasta hace poco no me enteré de que las mujeres pueden disfrutar del sexo”, confiesa con su característico toque de humor. También Claudia experimentó sensaciones parecidas. De niña había hecho esfuerzos para llamar la atención autolesionándose; se daba golpes en la cabeza, brazos y piernas para conseguir sentir daño físico. “El dolor que sientes dentro es tan grande que necesitas que el externo sea mayor”. Tampoco lo detectaron en su entorno. Después vinieron años de bulimia, vómitos y actitudes compulsivas que ella misma decidió parar intuyendo que su corazón no aguantaría tanto dolor. Hace tres años puso su curación como prioridad y, paralelamente, se cruzó con su pareja, Mauro, quien ha sido el mejor apoyo en este camino. “Ahora entiendo lo que es querer de verdad”. Dice que ya no siente miedo a mirarse al espejo porque ha logrado que le guste lo que ve reflejado. Después de tres años de trabajo personal puede hablar de lo que vivió con normalidad, sin dramas ni victimismo. “Es algo que pasó; hoy siento que estoy llegando al final de una etapa”.

Según la psicóloga Nuria Grau, los procesos de curación son únicos, “cada uno llega hasta donde quiere y puede llegar”. Hay quienes aprenden a vivir con lo que ocurrió, quienes precisan enfrentarse a su abusador y oír “perdón” de su boca, y quienes necesitan que éste muera o se someta al peso de la justicia.

En muchos casos, el delito prescribe o cuesta probarlo, ya que son hechos que se producen en la intimidad y cuyas pruebas desaparecen con el transcurso del tiempo. Si a esto se le suma la dilatación de los procesos –que a veces implica el olvido de detalles por parte de la víctima–, la complejidad a la hora de practicar y ratificar las pruebas, exámenes y entrevistas para el procedimiento, así como las implicaciones que tiene para la propia víctima y su entorno –especialmente si el abuso es dentro de la familia–, es comprensible que la mayoría de denuncias no lleguen a juicio. Si lo hacen, las estadísticas apuntan a que si es el niño quien verbaliza haber sufrido un abuso o algo que en su vocabulario pueda interpretarse como tal, suele ser verdad.

“Uno llega a superar los abusos sexuales; a que no le condicionen”, explica Vicki.“Pero para lograrlo hay que poder hablar de ello y encontrar con quién hacerlo”. Una de sus mayores angustias es pensar que hay personas que no encuentran este apoyo. Vicki no sabe de horarios; si su teléfono suena y al otro lado hay alguien que necesita unas palabras de aliento, ella apaciguará su sufrimiento con su propia experiencia. “Cuando ves que alguien que ha pasado por lo mismo ha podido superarlo, te da esperanza”.

asociación Fada (www.fada.voluntariat.org)