Ahora que podemos decir. Ahora que nos creen. Nos hubiera venido bien un responsable, un culpable, y no solo una declaración para sacarlo todo afuera. Atreverse, nuevamente, a la edad que sea, a visitar esos momentos. A veces tengo la impresión de que las personas que no sufrieron abusos sexuales en la infancia podrían ser excepciones, esto parece una epidemia de la que nos atrevemos a dar cuenta ahora, y espero que el resultado sea tomar consciencia y cuidar las infancias (digo infancias por el respeto a todos los cuerpos y manifestaciones que no se agotan en lo binario hombre-mujer).
La infancia es nuestro lugar recurrente, parafraseando a Rilke, nuestra única patria. En mi caso tuve que salir de la patria Chile para darme cuenta del daño y dimensionarlo, para poder regalarme una infancia. No creo que haya fórmulas, simplemente ya no tuve que sentir culpa ni tuve que cuidar reputaciones. Pude decir. La palabra importa. Y decir sin que salgan esas voces cómplices a callarte, esas voces de personas que por cariño prefieres “no perjudicar”. Todos y todas somos cómplices frente al abuso ¿Cuál abuso? Pensarán algunos intentando bajar el perfil para no hacerse cargo. Tuve que cuidar la reputación de algunos, no estigmatizar a otros, pero de mi nadie se preocupó. Me expusieron en un hospital, me revisaron, me retaron, me dijeron no le digas a nadie, luego quizás la propia vergüenza y presión dejó eso en un lugar de olvido, como tienen todas las infancias. Que todo se me olvidaría pensaron los adultos que debían cuidarme, y que recién, ad portas de los cuarenta años, puedo darles un lugar en mi emocionalidad. No se borra, regresa, es el cuerpo, es el rostro que se parece también a las personas del daño. Es el cuerpo porque no se detienen los abusos, es sistemático, aparecen las descalificaciones, los golpes. No hay peor abuso que el abuso sexual infantil, porque permanece. Porque en ese momento se destruye la niñez. Nos aplasta. Eso no lo ven los cercanos que prefieren que no se diga nada, y siguen tratando bien al abusador u otorgándole un lugar no merecido en la familia, y en tu propio cariño.
Cuando recurrí a la Fundación para la confianza, porque no sabía a quien más recurrir, ya era tarde para toda acción legal que silencié por años. Pensé que ya había pasado el tiempo para decir, en mis esfuerzos también por pensar o recomponer una familia con los mismos integrantes que abusaron de mi. Es extraña la dinámica de las víctimas (nos dicen sobrevivientes). Lo primero que hice fue alejarme de esas personas, no permanecer en ese extraño limbo de cariños, perdones y traumas. Entonces dejé de nombrar, de llamar, de escribir. Luego la distancia. La voluntaria me dijo que llegan personas de todas las edades a la fundación, cincuenta o más años, incluso; porque saben que es algo pendiente, pero nunca tuvieron espacio para dejarse caer y reparar. Sentí alivio porque nadie cuestionaba mi versión, porque nadie intentó el ¿Cuál abuso?. Lo dije. Tuve suerte siempre pienso. Tuve suerte al irme de Chile porque, curiosamente, hay una biografía que va pegada a la historia de un país también y puedes revisar desde otro lado esa construcción que te hicieron pensar que era con esas instrucciones. Debiéramos, día a día, tomar el peso del lenguaje, cómo nombramos a otros y cómo nos nombramos. ¿Podremos asumir que los propios intentos por repararnos nos han hecho callar?¿Podré preguntarle de nuevo a algunas personas si se acuerdan sin que me digan que eso no pasó y que quieran cambiar de tema? ¿Qué sigamos?¿Están solas las infancias? Sí. Y pareciera ser que solo es una construcción a posteriori.
La indefensión, vulnerabilidad, y la dependencia, convierte a las infancias en la población más vulnerable. Cuando ocurre un abuso sexual infantil nos involucra a todos, no solo el abusador y la víctima. Se suele desestimar la versión de la víctima porque en el abuso sexual no prima la fuerza física, sino la manipulación, engaño, amenazas, y es más simple negarlo. Además, quien abusa intentará hacer sentir culpable a su víctima para tener su silencio y, con frecuencia, la familia confía más en la palabra del abusador que de la víctima (¿Cuál abuso?). Esto es algo transversal, quienes abusan pueden ser hombres o mujeres, y pueden ser familiares o cercanos.
¿Qué haremos frente a esto? ¿Cómo cuidaremos de esos cuerpos que son vulnerados y de sus derechos? ¿Hablaremos? ¿Denunciaremos? ¿Desestimará la justicia los hechos porque hay “exceso” de denuncias? ¿Lo normalizarán?¿Lo normalizaron?¿Abandonaron a las infancias?¿Las abandonamos? Quizás podríamos comenzar por ser conscientes de nuestros cuerpos y de los otros cuerpos; ¿Quién puede decir cuál es el tamaño de la herida? No más ¿Cuál abuso?. Digamos.