domingo, 21 de marzo de 2010

Herida por el incesto




Lo daría absolutamente todo para que cesara esta pesadilla. Esas noches inacabables son una agonía. Son una muerte. Y al día siguiente empieza de nuevo. Podría echárselo en cara a ese desgraciado que se abrocha los pantalones, pero no digo nada. Callo porque soy una niña y porque Renaud, ese hombre que me viola todas las noches y que me presta a todo aquel que me desee, es mi padre”. Quien esto cuenta es Isabelle Aubry, entonces una niña, hoy una adulta de 45 años que nos recibe en la sede de su asociación, AIVI, situada en Maisons Alfort, al sureste de París, y cuyas siglas significan Asociación Internacional de las Víctimas de Incesto. Así que sí, si leen otra vez el primer párrafo, ya lo habrán entendido. La vida de Isabelle está marcada por ese abuso que es mucho más que sexual, marca más, pues destruye desde los cimientos.

“El incesto es que tu papá querido te viola un día y al otro te hace una carantoña”
“No tengo raíces, ni familia, porque los he arrancado de mi vida para protegerme”

Un padre está para protegerte, no para follarte”. Esto es lo que viene a decir esta mujer de pelo oscuro, dicharachera, con rabia contenida aún hoy, tres décadas después de aquel infierno en el seno familiar. “A los nueve años hago por ignorar sus caricias inmundas. Ahora sé que ese escamoteo que hace conmigo mi memoria tiene un nombre: negación de la realidad. El incesto es lo increíble, lo inconcebible, lo imposible convertido en realidad. Es ni más ni menos que vuestro papá querido os viola una noche y al día siguiente os hace una carantoña. No queda más remedio que suicidarse u olvidar”.

Ella eligió otro camino: optó por contar. Ha publicado un libro autobiográfico titulado La primera vez tenía seis años… Se editó en Francia en 2008 y causó impacto en las ventas, 50.000 ejemplares en un año, y en la ley francesa, que se endureció incluyendo el incesto como tal en el Códido Penal. Ahora aparece en España, en Roca Editorial. Todo lo vivido desde sus seis años de mocosa preciosa hasta hoy, con su larga travesía, sus trastornos de víctima, sus preguntas sin respuesta (¿qué hace a un padre incestuoso, por qué el mío lo era?), su empeño en romper la ley del silencio y rehacer su vida, el nacimiento de su hijo o su matrimonio feliz actual, se narra en este libro escrito con poderío por la periodista Véronique Mougin. “Me reuní tres semanas con ella, y fue tremendo, lo pasé fatal”, cuenta. “Tuve que rememorar otra vez aquello. Le mostré fotos, mis diarios, hicimos entrevistas telefónicas… Ella transcribió lo hablado y lo contrastó luego con personas de mi entorno, mi abogado, mi vecina Françoise Abeille, que fue la que desveló todo al enterarse de lo que me sucedía y provocó la denuncia a mi padre”.

Y ahí están los detalles y las etapas de su vida expulsados como un vómito en cada página: “Siguiendo sus órdenes, aprendo a dar variedad a sus placeres. Lo primero, a chuparle el sexo. El asco me provoca arcadas…”. “A los 14 años soy una adolescente dividida en dos mitades, una está muerta y la otra sólo sueña en vivir a fondo”. “Al volver a casa de madrugada, tras las orgías, está cansado y nuestras relaciones son menos frecuentes. Soy yo, pues, quien lo empuja a ellas cuando no ocurren por iniciativa suya… La peor pesadilla es acostarme con mi padre… antes diez tíos que él”. Y así.

Y no es sólo lo que Isabelle sufre, sino lo que los demás no aprecian, no quieren ver u oír. “¿Mi madre? Ah, mientras escribía el libro, Véronique me pedía: ‘Por favor, dime algo para dotar de vida a tu madre, darle sentido’. Y yo no tenía nada, ni detalle ni gesto. Ella es el fantasma de mi primera infancia”. Tan rico, intenso y directo es su relato, que a través de él, de su historia, se podría dibujar una suerte de apuntes-retrato robot del incesto.

Uno. La víctima no suele hablar. Y eso hizo ella durante años, callar. Hasta los 14, cuando ya lo sabía todo sobre sexo, había pasado por manos de cientos de hombres y participado en mucha orgía en cama ajena. Hasta que Françoise, que sospechaba, le preguntó un día: “Isabelle, ¿tu padre hace cosas contigo?”. “Sí”, contestó ella. “Ya lo he dicho. Y el mundo no se ha hundido. Y no me he quedado muerta de repente. Pero no tardaré en morir. Cuando mi padre se entere de que he revelado nuestro secreto me matará con sus propias manos”, escribe.

Dos. El agresor es padre, tío, madre… Si ellos te quieren, será así, se vienen a decir las víctimas. “Así que me quiere mi padre, o eso creo yo. Se masturba sobre mí y me roba la infancia, pero si lo hace es porque me quiere. Así me lo dice y estoy convencida de ello”.

Tres. Incesto es una palabra oculta la mayoría de las veces y/o sustituida bajo la expresión de “abusos sexuales a menores”. Descubrir el incesto es difícil no sólo porque muchas veces no hay daño físico visible ni síntomas psicológicos diferenciados, sino porque se presenta bien enhebrado al tabú del sexo, al escándalo social, a la implicación emocional, al silencio del agresor, la victima, los familiares… Ocultación. Aislamiento. “Algo que no sucede con los abusos por parte de alguien externo; si es así, los tuyos se volcarán en protegerte…, pero si el agresor es tu pariente, entonces la víctima está completamente sola”, subraya Aubry.
Además, sobre abusos hay estadísticas. Sobre el incesto puro y duro, apenas. Se sabe que el perfil occidental de la víctima de abusos es, en el 80%, el de una niña de 6 a 15 años; el agresor, un varón (86%); se trata del padre (39%) u otro familiar (30%, ver ICEV. Revista d’Estudis de la Violència, 2008). Y que entre un 20%-25% de mujeres y un 10%-15% de hombres españoles confesaron en diversos estudios haber sufrido abusos sexuales en la infancia. “Hablamos de un problema más extendido en la sociedad de lo previamente considerado”, escribía la psicóloga Noemí Pereda, de la Universidad de Barcelona, en 2009. Aubry lo comparte. Y según la fundación canadiense Marie-Vincent, “el 90% de los incestos son ignorados”.

En el pequeño espacio para las visitas del local de AIVI tomamos café y comemos pizza, e Isabelle cuenta cómo su progenitor ejerció con ella (ejecutó, cabría decir) los tres niveles del incesto: “El primero, me usó para sí como objeto sexual; segundo, me utilizó como objeto para tener acceso a otros, para conseguir a otras mujeres, ofreciéndome a mí a cambio a sus maridos, y tercero, además me convirtió en lucrativa, me vendió directamente a otros por dinero como mercancía”.

Cuatro. Del padre protector, al padre como amenaza. Y cita, al hilo, un caso actual pendiente de la justicia con 66 inculpados: “Cambiaban a los niños y los vendían por ruedas o radios; eran moneda de cambio, es decir, que el agresor no ve al niño como su niño, sino como objeto… Yo me sentía en ese lado, y estar ahí es abominable. La percepción del otro se reduce a eso. Como algunos hombres con sus mujeres, que las creen su propiedad. Es un problema de poder, claro, un abuso de poder siempre. Como el caso Fritz, en Austria, que encerró a su hija 24 años y le hizo siete hijos…”.

Cinco. La víctima de incesto se siente culpable de lo que le sucede. “Como soy una niña encantadora, una niña tan guapa, su hija querida, soy culpable de que él me ame demasiado, de que me ame tan mal. Mi gran error es vivir”, sigue el libro. Y ahí quedan descritos los hechos, terribles; la denuncia, tan costosa; el juicio, inenarrable; las charlas con expertos, frustrantes; las relaciones familiares, rotas; las amorosas, dañadas; el psicoterapeuta que le enseñó a respetarse; su vida abocada a la prostitución en París…

Seis. Los agresores no tienen perfil psicológico común. A la pregunta: “¿Cómo pudo suceder?”, ella responde: “Mi padre era un perverso”. A la de dónde se produce el fallo, ¿en la educación, la moral…?, Isabelle dice: “Conocí bien a mis abuelos, normales, trabajadores, atentos…”. Y advierte de los mitos sobre el incestuoso. Como que es un enfermo. “La psicóloga Marie-Pierre Milcent, en Canadá, investigó este factor en agresores y concluyó que son padres igual que los demás, buenos padres, responsables, cariñosos”. Y sigue: el incestuoso no sufre de pulsiones irresistibles, no pierde el control de sí, pues el incesto se ejecuta gradualmente; no es accidental, sino planeado; y no distingue de clases sociales. “Puedo asegurarte, con las víctimas que he visto, que ocurre en todo nivel. Incluso muy alto, en políticos, y ésa es gente muy herida”. Pero, sobre todo, afirma, es inadmisible la idea del niño como provocador o consentidor, ese típico ‘algo habrá hecho’ envenenado. “No es lo mismo violación, agresión o abuso sexual que incesto porque, por la relación afectiva, el menor no se resistirá al adulto, no tiene capacidad de hacerlo y tampoco de detectar el bien o el mal en lo que le pasa, al menos hasta que crezca y sepa, si es que no lo ha borrado de su memoria por negación”.
Isabelle fue violentada por su progenitor durante dos etapas, de los 6 a los 10, y luego, en la adolescencia. Con momentos como éste, a los 12 años, cuando él decidió que era hora de desvirgarla. “…Se coloca sobre mí. Negrura infinita… No recuerdo si sentí dolor, no recuerdo si lloré. Sé que no me resistí. Igual que si me hubieran partido en dos; mi cuerpo a un lado, mi cabeza al otro. Así dejé que Renaud Aubry me asesinase en su gran lecho azul. Le obedecí porque yo era su hija y él mi padre… Y durante dos años y dos meses mi padre no se detendría”. Un sufrimiento inmenso que puede durar años sin que nadie lo aprecie o intervenga y actúa como una red de arrastre, todo lo arrasa. “Únicamente un 20% o un 30% de las víctimas de abuso sexual infantil permanecerían estables emocionalmente tras esta experiencia”, concluía la psicóloga Pereda.

Siete. Es imprescindible romper con la familia tóxica para salir adelante. Sí, otro dolor más. La relación de Isabelle con los suyos hoy es nula. “A menudo estoy muy mal. No tengo raíces, ni familia, porque los he arrancado de mi vida para protegerme, pero el luto que llevo por mi madre es atroz... Cada día hago un esfuerzo para borrar este vínculo, este amor que siento por ella”, escribe. Y le ha quedado como herencia una gran inestabilidad emocional, un trastorno bipolar, etapas de manía y depresión que la llevan a tratamiento y psicoterapia continua. “Mi ansiedad, mis miedos rondan ahí…”. ¿Y su padre? Fue juzgado y condenado a seis años, pero apenas cumplió la mitad; luego se casó, rehízo su vida. “Nunca me pidió perdón”. Él día que murió, en 2004, ella descorchó una botella de champán y brindó.

“He necesitado mucho tiempo para limpiarme y aun así me siento sucia”. Quizá por eso al leer el manuscrito del libro la primera vez montó en cólera: “No podía dar crédito a la imagen que se daba de mí misma… Entré en shock y lloré”. Pero lo asumió. Y cambió cosas: “Corregí expresiones, no me gusta llamar puta a una mujer, aunque se prostituya, es degradante”. Isabelle renació hace 35 años cuando habló por vez primera con otras víctimas: “Fue una revelación”. Por eso creó AIVI. Para hablar. Para poner palabras justas al asunto concreto. “Concedámonos la palabra” es su lema. En AIVI orientan, redirigen a afectados a psicólogos, juristas, centros… Y sensibilizan, proponen campañas, medidas de prevención. “Todas ellas pasan por una: información. Los niños deben saber; los profesionales también, y estar formados para detectarlo. Sabemos más ahora sobre violencia doméstica y pedófilos, pero nada sobre el peligro que pueden llegar a representar algunas personas cercanas”.

Y proponen estudios, sondeos científicos, rastrean lo que hay fuera: “Prácticamente nada en Europa; algo en Canadá y EE UU. Queremos datos, porque sin datos, ¿cómo actuar?”. Isabelle hasta anduvo tras Sarkozy para darle detalles tipo: “Mire usted, que en EE UU publican las consecuencias crónicas del incesto en la salud… Y con esos datos se consigue financiación para prevención, porque míreme a mí, en terapia, improductiva, cuesto dinero público… Si hubiera sido atendida de pequeña y separada de mi familia, hoy no sería así...”. Sarkozy no la recibió, pero la nombró Mujer del Año 2007. “Seguiré tras él”, se ríe. Y enseña los folletos de los congresos de AIVI en 2008 y 2009, Atender a las víctimas o Ser padre después del incesto, donde trataron su repercusión en la vida conyugal, qué sucede al tener hijos –ese miedo de toda víctima a acabar convertida en agresor– o si existe transmisión generacional. Buenas preguntas para un terreno minado. Romper el silencio será el lema de este 2010.

Hoy la vida de Isabelle está, con altibajos, en orden. “Dentro de un orden”, matiza. “Tengo un marido y un hijo adorables, y no estoy mejor ni peor que hace una década, sino diferente. Digamos que soy optimista realista, y que tengo motivaciones egoístas, sí: la asociación y esta lucha me permiten seguir, y la fuerza me la dan esos niños que… Mira, imagina una clase de una escuela, cualquiera… Te aseguro que en ella hay menores que están sufriendo ahora mismo este problema. Muchos. Y muchos callarán”. Cuántos, nadie lo sabe a ciencia cierta.

LOLA HUETE MACHADO 21/03/2010 el país.

Internet, ideal para pederastas

Con el nick de Princesita, Beatriz construyó su imagen virtual en una red social de internet. A sus 14 años, no reparó en las consecuencias. En el renglón de perfiles colocó datos privados, no sólo de ella, también de sus familiares. Seleccionó sus mejores fotografías y las colocó en la página. Se describió como alegre, amiguera, “deseosa de popularidad”, con aptitudes artísticas y admiradora de la cantante canadiense Avril Lavigne.
Su página tuvo tal número de visitas que en una semana se colocó entre las más populares. Su imagen fue replicada cientos de veces, hasta que Carlos, de 35 años, la ubicó. Sin confesarle su verdadera edad, le envió un correo electrónico solicitándole que lo agregara a su lista de amigos virtuales.
Durante el primer mes intercambiaron música y videos de Avril Lavigne. En cada mensaje, Carlos insistía sobre las cosas que tenían en común. Se ganó la confianza de la adolescente y la convenció de que se videograbara cantando para que él opinara sobre su voz.
En el siguiente encuentro virtual le pidió que prendiera la cámara web de su computadora y le cantara en vivo. Se desvivió en halagos y la convenció que se mostrara más sexy. Le sugirió que se quitara la ropa para conocerla un poco más. La menor de edad accedió. Carlos grabó y almacenó en su disco duro cada movimiento de Beatriz.
Los 10 minutos frente a la cámara se convirtieron en meses de pesadilla. Su “amigo virtual” insistió. Quería que su amistad pasara al mundo real. Ante la negativa de la adolescente, Carlos amenazó a Beatriz con mostrar sus imágenes, donde aparecía semidesnuda, a sus padres. Ella accedió a reunirse con él en un lugar público.
La cita fue en la cafetería de un centro comercial. La recibió con una bolsa de regalos. Nadie sabía que Beatriz estaba en ese lugar. Carlos le había pedido que no lo comentara. Al terminar el café se ofreció a llevarla a su casa. Ella, confiada, se subió a la camioneta. Minutos después, el hombre la violó.
Beatriz logró escapar durante un descuido de su atacante. Días después, cuando abrió su correo electrónico encontró un mensaje amenazante de Carlos. La adolescente guardó silencio; su conducta cambió, se volvió retraída y dejó de alimentar su página en la red social.
El testimonio de Beatriz fue relatado por su terapeuta. La adolescente tiene una crisis depresiva que le impide continuar con sus estudios y su vida.