martes, 16 de junio de 2015

Guiar, pero en serio.

“La sexualidad humana es sagrada, y el mal uso del poder que la vulnera, viola la dignidad humana y lesiona emocional y espiritualmente a personas y comunidades” – Nils Friberg, profesor de cuidado pastoral (Co-autor, “Before the Fall: preventing pastoral sexual abuse”).
“No hay lugar en el sacerdocio para quienes abusan de menores y no hay pretexto alguno que pueda justificar este delito”—Punto 23 del  Documento “CUIDADO Y ESPERANZA: Líneas Guías de la Conferencia Episcopal de Chile (CECh) para tratar los casos de abusos sexuales a menores de edad”, Mayo 2015.
El año 2014, por primera vez, el Vaticano publicó estadísticas de violación y abuso sexual de niños, niñas y adolescentes, a manos de sacerdotes (ver aquí).
El reporte vaticano, que cubre apenas una década, señala que 848 sacerdotes han sido suspendidos de sus funciones permanentemente y otros 2572 sancionados con una vida de penitencia y plegaria (en retiro) o alguna sanción incluso menor en razón de su edad avanzada o su precario estado de salud. El mismo informe estadístico señala al menos 3400 casos de abuso y denuncias calificadas como “verosímiles”;  401 sólo en el año 2013.
Las víctimas vienen sumando voces hace mucho y diversos países han creado comisiones especiales para recibir sus denuncias e intentar justicia, entre escollos y escaramuzas (prescripciones de la ley, ocultamiento de información de parte de la Iglesia, etc.) que han hecho sumamente difícil la tarea.
En EEUU solamente, Bishop Accountability (con una valiosa fuente de datos para consulta; también, SNAP Network y PEW Research Center), señala un número cercano a las 200 mil víctimas de ASI eclesiástico, y otras miles suman en Canadá, Australia, Irlanda y otros países Europeos.
En Chile, al 2013 (no cuento con datos del 2014 que deberían incluir a J. O’Reilly de la Legión de Cristo, sentenciado por la justicia civil, pero no por la canónica), los sacerdotes condenados por abusos sexuales son 23 (más un diácono) según nómina emitida por la CECh. No existe información en dicha nómina sobre religiosas que asimismo han sido responsables de ASI.
Salta a la vista la brecha entre las denuncias por abusos sexuales y los procesos y condenas a l@s perpetradores/as, muchos de los cuales continúan viviendo, y caminando libremente, en las mismas ciudades donde habitan sus víctimas.
Pasa el tiempo, y es casi imposible comprender las razones que podrían justificar ineficacias y desididas (esa “mala espera” como escribí hace un año atrás) a las cuales se agrega más encima, como en un gran número de casos, la impunidad total de los delitos de encubrimiento. Una constante por décadas, en el mundo y en Chile.
Sin embargo, hace apenas una semana, y luego de tres décadas de esfuerzos de las víctimas por visibilizar y denunciar el encubrimiento y negligencia eclesiales, el Papa anunció la creación de un Tribunal para juzgar y sancionar dichos delitos.
Este tribunal era un determinado anhelo de la comisión creada por Francisco I en 2014, liderada por el Cardenal O’Malley (Arzobispo de Boston) y que incluye entre sus miembros a Marie Collins y Peter Saunders, dos sobrevivientes de ASI eclesiástico. Ell@s han declarado con cautela que “habrá que ver cómo se despliega el trabajo de dicho tribunal”, una vez que entre en funcionamiento (ver enlace).
Los criterios de trabajo, decisión y ejecución de condenas del tribunal a crearse no son claros aún y el hecho de que oficiales de la Iglesia sean juzgados por sus pares se toma con reservas o con comprensible desconfianza –así lo ha señalado Barbara Blaine, de SNAP Network.
Otras organizaciones han respondido con optimismo (abundante o moderado) y valorando el paso así como la instrucción papal de que dicho tribunal asimismo se haga parte por un tiempo –junto a las denuncias por encubrimiento y a fin de agilizar procesos por mucho demorados- en causas por abuso sexual.
Ojalá anuncios e intenciones al fin vayan sincronizadas con acciones consistentes y efectivas de parte de toda la jerarquía de la Iglesia. No son tiempos ya, no para mí al menos, de confianzas acríticas. Menos cuando a pesar de todas las iniciativas vaticanas, por otro lado se continúa desoyendo la voz de las víctimas.
Prueba de ello ha sido el nombramiento hace unos meses, del Obispo de Osorno, en medio de cuestionamientos de sacerdotes y feligreses chilenos, y los testimonios de víctimas como Juan Carlos Cruz (Ellis Island Medal of Honor por su contribución a  la lucha mundial contra el ASI). Las omisiones se amplifican en la reciente guía/protocolo emitido por la CECh.
Durante mayo, la Iglesia Chilena dio a conocer el documento llamado “CUIDADO Y ESPERANZA: Líneas Guías de la Conferencia Episcopal de Chile para tratar los casos de abusos sexuales a menores de edad” (ver documento, 74 pags). No es la primera.
En dos instancias previas, se realizaron gestos en este mismo sentido con una primera guía, el 2002, y luego, en 2011, con el “Protocolo ante denuncias contra clérigos por abusos a menores de edad” y la creación del “Consejo Nacional de la CECh para la prevención de abusos y acompañamiento de víctimas”.
Es innegable que los procesos toman tiempo, las herramientas son susceptibles de mejora, y tiene siempre un valor aquel esfuerzo –por modesto que sea- en favor del cuidado y la erradicación de daños a los más indefensos.
En el caso de la Iglesia, ya resulta una señal positiva el mero reconocimiento de la existencia de abusos que hasta no hace muchos años eran negados o encubiertos de forma flagrante. Asimismo, se declara la adhesión -en varios puntos del protocolo- al marco de derechos de los niños, el deber de la denuncia y colaboración con la justicia civil, y la respuesta en comunidad para abordar la prevención y reparación del ASI.
Sin embargo, el reconocimiento no basta y necesita acompañarse de acciones efectivas y definiciones muy precisas sobre lo que constituye abuso de poder de parte del clérigo, y del respeto, mínimo, de evitar inconsistencias tan insoslayables como el hecho de que entre los obispos que suscriben el protocolo ASI, se encuentren al menos cuatro (uno de ellos, Juan Barros) vinculados a casos de abuso sexual (ver).
Sinceramente, esas firmas dan para pensar en qué sentiríamos si se publicara una guía para educación cívica y prevención de violaciones a los DDHH, suscrita, entre otros, por responsables y/o encubridores de tortura que jamás rindieron cuentas de sus actos ante la justicia (y no, no es una comparación excesiva cuando la propia ONU ha definido el ASI como una forma más de tortura).
La contradicción evidente se suma a otras omisiones observadas. En realidad, ni siquiera estoy segura de poder considerarlas como tales, menos cuando es sabido que en materia de comunicaciones corporativas –y más encima, en temas tan delicados como el abuso sexual- nada es dejado al azar.
Las omisiones generalmente hablan fuerte y claro, no dejan de “decir”.
La gran ausencia, en el protocolo, de posiciones y formas de enfrentar delitos de encubrimiento, es una mala señal a secas y su rectificación no puede tomar años, hasta una próxima actualización del documento. Necesita ser realizada lo antes posible y en coherencia con los recientes anuncios del propio Fco I sobre el Tribunal para sancionar complicidades y negligencias. Es una mínima coherencia exigible.
Realicé una lectura, admito, veloz y preliminar de la guía CECh (y todavía, por una pausa obligada, no he podido dedicar el tiempo que requiere un análisis acabado). Pero marqué, en esa primera ocasión, varios preceptos, definiciones y artículos que inclusive en una revisión imperfecta, ya encendieron luces de atención y/o alarma.
Lo primero, es la definición de “abuso sexual de menores” para la legislación eclesial (página 14): “todo comportamiento pecaminoso, verbal o corporal, de naturaleza sexual cometido por un clérigo contra un menor de 18 años, al que se equipara a un adulto con uso imperfecto de razón. Igualmente es un delito de competencia reservada (¿?) para la Doctrina de la Fe, la adquisición, posesión y distribución de pornografía de menores de 14 (¿?) años de edad”.
La definición de la guía no explicita -y peor aún, lo relativiza, sin justificar ese marcador de los 14 años para casos de pronografía- el imperativo del cuidado incondicional a prodigar a niños y niñas entre los 0 a 18 años de edad, reitero: 0 a 18, según derechos reconocidos por constituciones y convenciones internacionales de derechos humanos.
Un menor de 18 años no es “equiparable a un adulto” y el “uso imperfecto de razón” ¿a qué se refiere exactamente?, no queda claro. La palabra clave -y no aparece por ningún lado- es consentimiento, o no-consentimiento, mejor dicho, y éste se encuentra en proceso de desarrollo durante toda la niñez y juventud (y es más, la madurez cerebral, y con ella, la capacidad decisora, se alcanza recién hacia los 25 años de edad).
Niños pequeños, y jóvenes, no tienen cómo consentir o elegir nada básicamente cuando participan de una relación completamente asimétrica, donde el poder y autoridad descansan en el adulto/a -todos los adultos: familias, educadores, clérigos, etc.
En la guía CECh, la definición de abuso sexual señala un “comportamiento pecaminoso” completamente escindido del concepto de abuso de poder. Aunque en la página 22 se menciona el abuso de poder como una de “las situaciones más repudiables en la vida y ministerio de un sacerdote”, aparece separado del abuso sexual y/o de consciencia, psicológico, y tampoco se señala el maltrato y violencia física contra niñ@s y adolescentes.
José Andrés Murillo, filósofo y Pdte. de la Fundación para la Confianza, lo expresó con absoluta precisión (ver CNN Chile): El abuso sexual infantil es un ABUSO de poder que se manifiesta sexualmente, no una RELACIÓN sexual abusiva”
Una definición incompleta como la de la guía, de modo esperable, arriesga otros vacíos que asimismo se observan en el documento y no sólo en la forma y estándares de relación física entre adultos y niños, sino asimismo en la posibilidad de trasgresiones de límites en la relación emocional, social, de orientación pastoral.
El abuso de poder puede tomar una forma o todas y es indispensable hacer explícitos y bien detallados TODOS los términos en que debe desenvolverse la relación e interacciones de sacerdotes y religiosas (diáconos, monitores pastorales, educadores, etc) con niñxs y adolescentes: en el aula, la iglesia, en un paseo a la playa en la casa de retiro, en las comunicaciones orales y escritas (en persona, via celular, emails, etc.), en momentos de consuelo o celebración. No da lo mismo.
De sobra estamos conscientes de que ya no basta dar por entendidas o supuestas las coordenadas que promueven relaciones de cuidado y respeto y que constituyen un factor protector y de prevención de abusos infantiles.
En una columna anterior (ver Cuestión de fe, cuestión de vida) relataba la historia de un sacerdote que se paseaba en ropa interior o toalla al salir de la ducha, en la cabaña de retiro y delante de los niños, sin que nadie, durante años, viera problema en ésta y otras conductas excedidas en la cercanía. El sacerdote no era un papá, ni un amigo, y menos un par: era la autoridad adulta y se conducía de formas confusas e impropias. Abusivas.
La guía de la CECh no sólo carece de estándares precisos de cuidado ético para relaciones clérigos-niñ@s, sino que además señala, en su pág. 69: “no se trata de  imponer a los sacerdotes una serie de conductas que restrinjan su acercamiento a los demás. Una normal y fraternal relación de su parte con las personas ayuda a crear ambientes sanos y seguros”. Esta cita me parece de la mayor preocupación.
La fraternidad, los ambientes sanos y seguros, y la convivencia son valores que nos resuenan. Pero de inmediato surgen las siguientes preguntas: ¿cuáles “conductas” son las que NO se debe “imponer” a los sacerdotes? (y vienen algunas a la mente que sí deberían tener carácter obligatorio), ¿todo queda a criterio del sacerdote entonces?, ¿son igualmente concebidas esas conductas para el “acercamiento” con adultos que pueden consentir, y para niños y adolescentes que no han terminado de desarrollar su consentimiento?, ¿a qué se refiere “normal y fraternal”?, ¿olvidamos acaso que palabras como ésas –junto a afecto, jovialidad, compasión, entre otras- fueron utilizadas por sacerdotes como F. Karadima, C. Precht y J. O’Reilly, entre otros, para describir sus motivos e interacciones con niños y/o adolescentes?
Sanciones que no consideran a firme la dimisión del ejercicio pastoral (no se habla de excomunión); y la revisión de antecedentes –muy bien- junto a la recomendación de “evaluar, en la medida de lo posible [¿qué significa o en qué consiste esta medida?] la idoneidad humana para llevar una vida casta” (pg. 65) pero sin comprometerse con evaluaciones psicológicas obligatorias, son ejemplos, a mi parecer, de flancos abiertos, poco categóricos, fuente de error, y de nuevas omisiones desgraciadas. Y lo más grave: nuevos abusos.
Cada uno de los 135 puntos del protocolo amerita una lectura detenida así como reflexión y análisis minuciosos. Esto, a fin de poder articular preguntas y objeciones constructivas que presentar a la CECh, pastorales, comunidades educativas. Es parte de la responsabilidad compartida por tod@s, nuestro hacer y nuestra voz en el cuidado y prevención de abusos infantiles.Necesitamos el mejor protocolo posible; y a lo menos, la rectificación/actualización del que hemos conocido. Ahora. No en cinco o diez años más.
Un análisis imbatible de la guía y acciones de la CECh lo realiza James Hamilton (una vez más, y con valor universal) médico y sobreviviente de ASI eclesiástico, en una entrevista realizada por el periodista Christian Pino de TVN (ver video). Es indispensable verla, pensarla.
Los reparos al protocolo “Cuidado y Esperanza”, lamentablemente, no son únicos para nuestra realidad y se repiten en otras latitudes. Expertos cercanos a la propia Iglesia, frente a diversas “guías” y/o programas formativos para prevenir ASI, nos han advertido, como sociedad, de omisiones y falencias inexcusables si el cometido es, seriamente, la eficacia en erradicar los abusos sexuales en la Iglesia y en todo entorno.
Una función profundamente engranada en el cuidado de las nuevas generaciones es la de prodigar guía y dirección. Esto involucra no sólo a los más pequeños y jóvenes que están creciendo, sino asimismo a quienes les cuidan –sacerdotes y religiosas también-, de forma de poder hacer la mejor entrega posible.
Guiar tiene un cuerpo, una dignidad, un profundo sentido, solemne. Entraña, necesariamente, perseverancias y coherencias que los más pequeños y jóvenes puedan reconocer a fin de poder confiar en sus cuidadores, y de estar en condiciones de recibir sus orientaciones. Desde la inconsistencia, las omisiones, y la inexactitud, poco se logra y se arriesgan nuevos daños. Bien lo sabemos ya.
Me ha tomado varios días escribir este posteo. Me acompañó, en distintas pausas, una canción hermosa (Felices, de Pablo Coloma, una oda a la buena voluntad). No para condescender ni auto-engañarse, pero sí para preservar, en medio de todo lo que duele e indigna, el cable a tierra –por debilitado que se encuentre-, o el cable a ese universo donde aún otra historia podría escribirse para “los de puro corazón”: nuestros niños y toda persona que conserve esa bondad y vocación amorosa de justicia de las cuales, en otro diálogo (en torno al libro infantil “Tod@s Junt@s”), nos hablaba James Hamilton. El cuidado donde un@s y otr@s podemos encontrarnos; necesitamos encontrarnos.
En EEUU, mientras escribo estas últimas líneas, acaba de presentar su renuncia el arzobispo de St. Paul-Minneapolis por haber encubierto, años, abusos sexuales y a un pederasta (un clérigo, hoy reo, cuya identidad no ha sido revelada).
Fue una renuncia tardía que no respondió a un proceso de discernimiento o contrición sino a presiones de la justicia civil, y a múltiples acusaciones y activismos sostenidos desde la comunidad –y pienso en Osorno, inevitablemente-. Lograron algo que parecía imposible, pero no lo es. Y es portentoso recordarlo. Atestiguarlo algún día, mucho más.

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