Cincuenta años de trabajo terapéutico han sido insuficientes para que Pilar recupere la “esperanza expropiada” por un abuso sexual cuando tenía siete años. Cientos de libros de temas religiosos fueron los únicos testigos de la “perversidad” de un diácono que la arrinconó entre los estantes, se masturbó en su presencia a cambio de una caja de lápices de colores.
“Hay daños que no cura ninguna terapia”, lamenta Pilar, quien ahora se dedica a dar apoyo a hombres y mujeres que fueron víctimas de abuso sexual y violación durante su infancia.
Ella relata que, por esos días, iba a hacer su primera comunión y tuvo que confesarse ante el sacerdote de la escuela de monjas a la que asistía. “Desde que salí de la biblioteca me sentí sucia. Sabía que había cometido un pecado y se lo dije al padre”. La respuesta que recibió del religioso marcó por años su relación consigo misma.
El enemigo del alma
“Me dijo muy serio y enojado: ‘¿tú qué habrás hecho?’”. Esa acusación la señaló como la culpable. Desde entonces, recuerda que se distanció de su cuerpo. De día y de noche se reprochaba haber acudido a la biblioteca sin saco. Pensaba que su uniforme era provocador. “Me culpé porque mi cuerpo de mujer había ‘invitado’ al diácono al pecado”.
Su postura fue tan radical que llegó a considerar al cuerpo como el enemigo del alma. El único camino que encontró para flagelarlo, darle penitencia y negarle sus derechos, fue la vida religiosa. El dolor no se curó con años en el convento y claudicó. “Enfoqué mi vida en el servicio a los demás, pero con una visión más democrática”.
En mi experiencia -revela- te puedo decir que nunca se repara el daño. A mí me expropiaron la esperanza y la credibilidad en el ser humano.
Hace cinco años una adolescente al borde del suicidio llegó a la Red Latinoamericana de Católicas por el Derecho a Decidir, en la que milita Pilar Sánchez. La joven solicitó asesoría porque esperaba un hijo del sacerdote de la comunidad.
A sus 13 años y con un embarazo no deseado que le impedía desarrollarse como sus amigas, la menor de edad, se sentía culpable por haber “seducido” al hombre de 70 años, “emisario de Dios” y enfrentaba el rechazo de su familia y sus vecinos.
De la frustración al suicidio
Desesperada, intentó quitarse la vida, pero su hermana, apenas unos años mayor, la detuvo. Faltaban unos días para el alumbramiento cuando acudieron en busca de ayuda.
La adolescente repudió a su hijo el primer año. Lo señalaba como el culpable del rechazo de la gente. Lo despreciaba porque tuvo que recluirse en su casa y abandonar la escuela, la diversión y sus planes de una “hermosa fiesta de 15 años”.
Pilar recuerda que un grupo de terapeutas asesoró a la menor de edad y a su familia cuando se supo en la colonia que el sacerdote de la comunidad era el padre del niño.
Los hechos ocurrieron en una zona de alta marginalidad en el Distrito Federal. El párroco impidió que la familia de la adolescente asistiera a la iglesia y por eso buscaron ayuda para que el sacerdote se hiciera responsable y los apoyara con una pensión alimenticia.
Actualmente, ella tiene 17 años, continúa en terapia y todavía no recupera la confianza de salir a la calle sin pensar que será rechazada por la comunidad. La escuela y los proyectos personales se cancelaron porque tiene que hacerse cargo del hijo que no planeó.
Los cambios rumbo a la sanación
Especialistas de la Asociación para el Desarrollo Integral de Personas Violadas (Adivac) aseguran que cualquier tipo de abuso sexual puede sanar.
Explican que las secuelas psicológicas en menores pueden generalizarse, pero adoptarán rasgos característicos dependiendo de si el abuso provino de una figura de autoridad como un padre o de un sacerdote.
“En los niños de tres a cuatro años se presenta el rechazo a las personas que los agredieron, miedo, soledad, reproducción de escenas con contenido sexual no propias de su edad, la no regulación de esfínteres y ansiedad”, explica Verenice Díaz, coordinadora de atención psicológica a la infancia y adolescencia de Adivac.
En los menores de seis a ocho años se presenta un aislamiento, baja escolar, incluso pérdida de cabello y cambios en la alimentación, pues suben de peso en exceso o adelgazan para que sus cuerpos no resulten atractivos.
Si el abusador fue una figura de autoridad, un sentimiento ambivalente de odio y amor se presentará. “Cuando un menor es abusado por un cura, existe de manera marcada la culpabilidad en el niño, pues la figura de bondad y cercanía con Dios proyecta a un ser bueno que es tentado. La carga es mayor porque la vida sexual en el contexto religioso tiene una connotación pecaminosa”, dice la especialista.
Seducción en redes sociales
Las alteraciones psicológicas y emocionales son particulares si un menor es “abusado sexualmente por alguien a quien conoció en Internet, pues habitualmente el agresor crea un vínculo de aparente amistad con la víctima.Cuando ellos se conocen en persona y el menor es abusado sexualmente y en el mejor de los casos la víctima pudo escapar de una situación de cautiverio, los niños se sienten traicionados por los adultos, pierden la confianza, pero también experimentan una gran culpa debido a que ellos accedieron a ser amigos e incluso conocerse de manera directa”, dice Verenice.
Si, por el contrario, la víctima de cualquier edad padeció secuestro y tortura, puede desarrollarse un Síndrome de Estrés Postraumático, un trastorno de ansiedad a consecuencia de la exposición a un evento traumático con un daño físico.
En ese síndrome se revive el evento; eso perturba las actividades diarias. Existen sentimientos de despreocupación e indiferencia, dificultad para concentrarse, respuesta exagerada a las cosas que causan sobresalto, irritabilidad o ataques de ira y dificultad para dormir, fiebre y dolor de cabeza.
Afirma que si un niño se trata inmediatamente, es posible sanar y volver a una vida sin alteraciones mayores.
“Si la persona fue abusada a los seis años y la atención terapéutica llega cuando es adulta, la carga de problemas a resolver es mayor”, dice Virginia Archundia, coordinadora de atención psicológica al adulto de Adivac.
Es el caso de Gloria Martínez, una mujer que recuerda que a sus seis años fue tocada por su papá de una manera diferente a las expresiones de amor que conocía de padres a hijos. Él la llevó a un baño público y se bañaron juntos. En vez de sentarla en sus rodillas para enjabonarla, la colocó de espaldas a él, muy cerca de su cuerpo.
“De inmediato sentí el bulto de sus genitales contra los míos; fue muy significativo a pesar de que mi padre nos educó sin culpa por el desnudo. Él caminaba sin ropa por la casa y decía que era natural, que la sexualidad no debía ser morbosa”, recuerda.
El acoso creció cuando ella llegó a la adolescencia. Entraba por las noches a su cuarto para acariciarla. Ella decidió acusarlo ante su madre cuando tenía 15 años. “Mi mamá lo único que hizo fue preguntar si era cierto; mi papá respondió que sí, que lo sentía mucho, que no volvería a hacerlo”.
Durante ese periodo del abuso, Gloria se volvió introvertida para huir de su realidad. Experimentó tristeza y olvidaba palabras. Con mucho trabajo pudo terminar la secundaria.
Luego de la acusación, su padre la dejó de tocar, pero optó por espiarla cuando se bañaba. “Me sentía perseguida, fue así como a los 20 años me salí de casa por la puerta falsa del matrimonio. Al año, mi padre murió, bendito sea Dios, que lo tiene a fuego lento. Y que en paz descanse”, dice.
Nunca es tarde
Virginia Archundia explica que, habitualmente, los niños que son abusados en la infancia presentan conflictos para relacionarse en la adultez y que, frecuentemente, en las relaciones sexuales con sus parejas presentan crisis debido al recuerdo del abuso.
En el caso de Gloria no fue así debido al manejo no pecaminoso de la sexualidad que el padre les enseñó. Su matrimonio duró 15 años y tuvo dos hijos. Hoy tiene 41 años y hace dos que asiste a Adivac para sanar. Ahí ha entendido que, más que perdonar a su padre, tiene que comprender las situaciones que a él le tocaron vivir para cometer incesto. Además de haber establecido una relación afectiva importante, Gloria vive feliz y en paz.
“Tengo una mujer que llegó a los 84 años y preguntó si aún era tiempo para la recuperación. La edad no importa, las cargas se pueden aligerar; llegas con una herida grande que limpiaremos hasta que quede una cicatriz; no olvidas, pero resignificas tu vida a partir de lo que haces para enfrentar el abuso”, explica Virginia Archundia.
Evangelina Hernández y Natalia Gómez
El Universal.