sábado, 18 de mayo de 2013

El rito del agua



EL RITO DEL AGUA



Cuando conocí a mi actual pareja, yo estaba en la etapa final de mis Años Oscuros. Fueron los años de promiscuidad, de drogas, de sexo sin control, y me sorprendió que un “chico bueno” como él quisiera estar conmigo cuando yo estaba acostumbrada a cabrones que se aprovechaban de mi debilidad. Estuvimos un año entero jugando al tira y afloja. Yo le decía “vale salimos, pero me vas a dejar, porque no vas a querer seguir conmigo” y él insistía en que no, en que le gustaba cómo era yo. Y al final, parece que cedí y me dejé caer en sus brazos. Hasta entonces, nada de sexo, y cuando me comprometí en serio a salir con él estuvimos aún unos meses sin relaciones íntimas porque yo había entrado en una fase de "monja de clausura". He alternado esas fases varias veces en mi vida. 

Hasta que un día me dijo: “El sábado salimos, te voy a invitar a cenar, pero quiero que te pongas muy guapa, porque va a ser una cena especial”. Quería celebrar que había sido admitido para trabajar en una importante multinacional. Fue una noche totalmente cinematográfica. Yo me arreglé como si fuera a acudir a una ceremonia y él se presentó a buscarme con un traje de etiqueta. Me llevó a cenar a un restaurante en la costa que regentaba un amigo de él. Nos sentaron en un reservado con velas y música suave. Una cena romántica. 

A continuación fuimos caminando tranquilamente a una champanería junto al paseo marítimo. La noche era cálida y estrellada. Durante el trayecto recuerdo sentirme por primera vez la protagonista de una de esas comedias románticas de Hollywood. El local era acogedor, con una pequeña pista central rodeada de mesas redondas y un rincón para la orquesta. Brindábamos con cava mientras un grupo entonaba en directo boleros y canciones de amor, cuando de repente el cantante interrumpió su concierto y explicó que la próxima canción estaba dedicada a una pareja muy especial que quería iniciar una vida juntos y nos nombró. la canción era el clásico de Simón Díaz "Caballo Viejo", el interprete de aquella noche también era amigo de mi pareja. Lo habían preparado todo. 

Me sacó a bailar la pieza con gran ceremonia, y en la pista de baile me dijo:“Yo me siento caballo viejo, porque me está costando mucho conquistar a esta yegua tan rebelde”. No podía creer que aquello fuera verdad. Aún hoy, cuando recuerdo aquella noche, me pregunto cómo es posible que los cuentos se hagan realidad. 

Volvimos a salir a la cálida luz de las estrellas. El paseo marítimo bordeaba la playa a la que se accedía desde varias escaleras estratégicamente distanciadas. Bajamos a la arena con intención de sentarnos en un rincón entre las rocas para hablar y disfrutar de la noche. La brisa del mar, sus palabras de amor, y supongo que el alcohol influyeron para hacerme sentir por primera vez deseos de entregarle mi intimidad de manera voluntaria con el mar como banda sonora. Sin obligación, sin presiones, sin la sensación de ofrecer un pago por los servicios prestados. 

No recuerdo mi primer orgasmo. Mi padre me supo manipular el cuerpo y los he experimentado miles de veces desde antes de cumplir los siete años, pero aquella noche fue la primera vez que entregué mis mas preciadas sensaciones por voluntad propia y tuve mi primer orgasmo total y absolutamente voluntario. Di mi primer paso hacia él invadida de deseo y con un inmenso amor para entregarle, pausando los tiempos y atreviéndome a acariciar el cuerpo de un hombre por primera vez. Lloré de felicidad tras aquella experiencia. 

Durante años siempre pensé que aquello efectivamente había sido mi “Happy End”. El Final Feliz de una historia de terror donde, como en las novelas de mi imaginación, cerraba mi historia. Pero entonces no imaginaba lo que vendría después. Porque a pesar de que efectivamente ha sido un gran final feliz para las dos primeras etapas de mi vida -las peores- el tiempo me llevó a una enorme decepción, cuando vi que tras ese gran final no estaba la tierra prometida. Las secuelas continuaban ahí, y el espejismo se había roto. No todo era tan maravilloso como le hice creer a una parte de mí misma. 

Una caricia en la oscuridad. Una simple caricia en la oscuridad ha sido a lo largo de mi vida sinónimo de intranquilidad, alerta, miedo. Llevo veintiún años casada y entrar en mi propia habitación a dormir supone a veces todo un acto de valor. El sencillo gesto de mi pareja de posar una mano sobre mí para dormir me pone en tensión. Dejar que me arrope con sus brazos en un gesto de cariño me origina un esfuerzo sobrehumano, me cuesta horrores no salir huyendo. A veces tardo varios minutos en conseguir relajarme, a base de repetirme a mí misma que es mi marido y no me va a hacer daño. 

Ha habido épocas en las que me he sentido algo mas confiada, pero nunca segura. Siempre se acuesta antes que yo, y en esos momentos de mas confianza entro en el cuarto y me quedo en la puerta unos segundos escuchando su respiración. Si la siento rítmica y regular, significa que está profundamente dormido, es posible que esa noche no haya demandas. Si le siento moverse me meto en la cama con extrema suavidad, rogando porque sólo sea un simple movimiento dentro del sueño. La caricia de su mano en la oscuridad me recuerda que estoy casada y tengo un deber marital con mi pareja. 

La mayoría de ocasiones no pasa de esa caricia. Simplemente le gusta acurrucarse conmigo para dormir. Otras veces termino cediendo a su demanda exactamente igual que he accedido a las demanda de otros muchos hombres de mis Años Oscuros: Disociándome. Reconozco que la parte de mí que queda consciente, tras la primera y tímida resistencia inicial, siente la excitación, despierta la libido, se imbuye en el deseo y goza de las millones de descargas eléctricas que ya preceden a un catártico orgasmo. Mi lado vulnerable se siente atacado y horrorizado a partes iguales y acusa a mi cuerpo de alta traición. 

Ha habido épocas en las que simplemente he huido pasando la noche en el sofá. Incluso hubo un tiempo en que opté por subir a dormir al otro apartamento de nuestra propiedad en el piso de arriba, que en esos momentos estaba vacío de inquilinos, y regresar casi al amanecer para que él no me echase de menos al sonar su despertador. Como una esposa infiel que hubiera reservado sus mejores caricias para un extraño. 

A veces he odiado volver junto a él. En las mañanas del fin de semana nunca hay prisa para levantarse, y a veces sus demandas se han pospuesto hasta la salida del sol. Es cuando peor lo he pasado porque mi padre me despertaba en ocasiones al meterse en mi cama por las mañanas y me es muy difícil evitar que ese recuerdo regrese a mi mente cuando mi marido me insinúa rozándome con su sexo la excitación que siente. 

Habitualmente me gusta Madrugar. Nunca he sido una gran dormilona. Me gusta desperezarme despacio, como los gatos, estirar mis músculos de manera ritual y escuchar los primeros sonidos de la casa. Y a veces, cuando me siento realmente bien, espero escuchar de nuevo el sonido del mar. Cuando era niña, en la casa de la playa, podía oír las olas romperse en la orilla. Era un sonido reparador. Significaba que todo estaba bien. Allí no había caricias inoportunas. Me quedaba mucho tiempo despierta en la cama observando en el techo de mi habitación aquellas proyecciones de la playa que el Principio de la Cámara Oscura reproducía en mi cuarto. 

El mar, la mar. Entrar en él era cruzar el umbral de otro mundo, donde la luz bailaba sobre el fondo marino de forma caprichosa, donde no existía el olor y mi boca se llenaba a sabor a sal. Donde sentía que mi piel estaba en contacto con todo y con nada. Como si me la quitara o me cubriese con un blindaje especial. 

Mi mente tiene su propia banda sonora. Siempre tengo música en mi cabeza y en la playa del faro solía pasar horas bailando en el agua. Hasta que mi país no ha tenido destacadas deportistas en Natación Sincronizada, yo jamás supe que existiera esa modalidad. Y desde luego de haberla conocido (no se convirtió en disciplina olímpica hasta Los Ángeles 84`) hubiera abandonado de inmediato la pelota, la cinta, el aro y las mazas de mis clases de Gimnasia Rítmica en la que nunca fui muy hábil en su ejecución. Me sentía torpe y como mi autoestima ya se había ido de vacaciones permanentes, siempre me sentía inferior a mis compañeras e incluso en las actuaciones de conjunto tenía la seguridad de llamar la atención por mi especial inhabilidad. 

Mi cuerpo y yo nunca nos hemos llevado bien. He vivido la mayor parte de mi vida desconectada de él y estoy segura que yo misma he colaborado a la enorme descoordinación lateral que padezco, que me impide incluso conducir. Pero en las clases de Rítmica conseguía conectar tímidamente con él y percibirlo un poco mío. Porque el resto del tiempo siempre he vivido al margen de mi cuerpo, como algo prestado, como si no me perteneciera. Como si hubiesen trasplantado mi cerebro a un cuerpo extraño que no es el mío, como en esas películas de científicos locos que juegan a ser dios. Supongo que por eso lo castigaba, porque no lo consideraba digno de mí, no me pertenecía, y además me había traicionado. 

Imagino que al haber sido manipulada desde muy niña sin mi consentimiento hizo que renunciase a mi cuerpo como mi vehículo para comunicarme con el mundo, y encontré en la disociación la alternativa perfecta. Pueden tocar mi cuerpo, pero no llegarán a mi mente. 

En cambio en el agua es otra cosa. Controlar mi respiración durante el buceo, ser consciente del movimiento de mis brazos al nadar o del batir de mis piernas siempre ha sido la única forma en la que he sentido que la sangre corre por mis venas. El hormigueo de mis músculos tras el esfuerzo me hacía sentir viva. Nunca fui rápida nadando. Mi tono muscular nunca ha sido importante para dar potencia a mis brazadas y mi escasa alimentación tampoco contribuía demasiado. Pero el simple hecho de sumergirme en el agua ya era un bálsamo para mí, tal vez porque en esos momentos cuerpo y mente se movían al mismo compás. Además tengo asociado el agua con la purificación. Para alguien como yo que siempre se sentía sucia, un buen baño era -es- el mejor regalo. 

No he dejado de nadar. Cuando tengo tiempo y no me encuentro en una fase de rechazo a mostrar mi propio cuerpo en público, me escapo a la piscina municipal o a una de las playas de mi tierra para sumergirme en el líquido elemento. Y cuando me siento mal, cuando estoy especialmente deprimida, abro la ducha y dejo que el agua hirviendo resbale sobre mí. 

Durante mucho tiempo cuando me aislaba y conectaba con mi cuerpo, cuando me daba un baño en el mar, sentía mi cuerpo, pero casi nunca lo he disfrutado. A lo mas que he llegado es a percibirlo, a sentirlo como algo real, que no era gomaespuma lo que tocaba la gente cuando me daban la mano o me abrazaban. Porque pocas veces sentí un contacto real. Hasta hace pocos años no he percibido como algo cálido y tierno un abrazo o un beso de mi hijo. Hasta hace pocos años sentía mi cuerpo cuando llevaba sobre mí mi coraza invisible, esa que mi mente creaba con el agua , pero no era capaz de percibir con plenitud las caricias de mi marido, porque esa coraza que creaba para protegerme, en realidad me aislaba. 

Hasta ahora no me había dado cuenta de lo mucho que me odiaba, de lo que odiaba mi cuerpo, del inmenso asco que sentía tan sólo recordando las veces que me he abandonado a la lujuria del sexo porque pensaba que era lo que se requería de mí, para lo único que valía, y a continuación odiarme intensamente por sentir placer. Porque a pesar de tener masturbaciones compulsivas, causadas por la ansiedad, no las disfruto en absoluto y son como un nuevo abuso hacia mi persona. 

Uno de los ejercicios que me autoimpuse al inicio de mi rehabilitación fue tocarme. Me ducho mucho, si, pero no utilizo la esponja ni me aplico geles o cremas corporales. Desde hace tres o cuatro años cuando lleno la bañera, añado unas sales minerales, me doy un baño de espuma y dejo que mis manos toquen tímidamente mi piel. Aún siento vergüenza. El simple hecho de escribirlo aquí me produce cierto sonrojo. Pero reconozco que está siendo reparador. Es como mantener una relación íntima conmigo misma, como un gesto de amor hacia mí. El baño empezó a ser algo muy parecido a tu primer amor, en el que vas muy despacio, disfrutando cada paso con esa persona porque deseas llegar al tu primer orgasmo virgen para entregarte con absoluta fidelidad a ti mismo. Y ahora incluso me atrevo a reconocerme a mi misma desnuda ante el espejo. 

Este ejercicio me lo inspiró mi pareja. Salvo por aquella cena romántica del pasado, que a veces creo que es un pliegue de otro espacio y de otro tiempo paralelos, siempre tuve problemas para intimar con él. Tener una relación sexual con alguien a quien aprecio me ha sido casi siempre imposible, porque tengo asociado el sexo con algo sucio de lo que no deben contagiarse. Hasta que descubrimos una forma de intimar en la que yo me sentía realmente bien: La ducha. 

Empezó como un juego hace mucho, en el que él se ofrecía, de manera inocente, a aplicarme jabón en la espalda. Y no sé como, poco a poco fui disfrutando cada vez mas de compartir ese momento en el baño con él. La confianza y la ternura son tal que estamos viviendo una segunda oportunidad de recorrer el perfil de nuestros cuerpos con caricias que en ningún momento me hacen sentir mal, incluso trasladando esos momentos a la intimidad de nuestro dormitorio. Y ahora, como ocurrió hace casi veinticinco años, empiezo a sentirme una adolescente que está aprendiendo a descubrir su sexualidad y me atrevo a tocar además lo que nunca creí que mis dedos rozarían jamás: mi propio cuerpo. 

Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Pero tras mi primer Happy End, la segunda película -la Hibernación y la Rehabilitación- está resultando de lo mas esperanzadora. ¿Será una trilogía? No lo sé, pero de momento no quiero anticiparme. De momento voy a buscar mi segundo Final Feliz. 

Aún siento miedo a veces cuando en la noche me acurruco en la cama, esperando esa caricia. Pero en cada vez mas ocasiones, me dejo llevar por el legítimo deseo y aprendo a disfrutar de sus manos por entero, como aquella primera vez que el mar fue el único testigo de nuestra unión. A veces volvemos a ducharnos juntos. Es un momento muy tierno para mí en el que me conecto de nuevo con mi propio cuerpo en el elemento en el que mas cómoda y segura me siento. Jamás he tenido retrospecciones ni me he sentido mal en esos momentos. Y los atesoro como un ritual de limpieza que repara además de mi cuerpo, las heridas de mi alma. 



“Cuando necesitábamos escapar, ejecutábamos un ritual. Descubrimos un mundo silencioso y relajante donde no existía el dolor (bajo el mar) 

Formábamos un círculo encadenados por carne, sangre y agua. Y sólo cuando nuestros pulmones iban a traicionarnos, ascendíamos hacia la luz, y hacia el temor de lo que nos acechaba en la superficie.” 


El príncipe de las mareas. (1991) Película norteamericana dirigida por Barbra Streisand