viernes, 22 de abril de 2011

LA TRAICIÓN FINAL LOS QUE MALTRATAN SEXUALMENTE (SEGUNDA PARTE)


       LOS CELOS IRRACIONALES:
       «TÚ ME PERTENECES»


El incesto establece entre la víctima y el agresor una fusión tan irracional e intensa, que con frecuencia, y particularmente en el incesto entre padre e hija, él se obsesiona con ella y siente unos celos insanos de los amigos y pretendientes. Es probable que llegue a golpearla o insultarla para hacerle
entender el mensaje de que ella no pertenece más que a un hombre, y ese hombrees papá.

Esta obsesión obstaculiza ferozmente las etapas evolutivas normales de la niñez y la adolescencia. En vez de ir independizándose poco a poco del control parental, la víctima del incesto se ve cada vez más ligada al agresor.

En el caso de Tracy, la niña sabía que los celos de su padre eran desaforados, pero no comprendía hasta qué punto eran crueles y degradantes porque los confundía con el amor. Es común que las víctimas del incesto confundan obsesión con amor, y esto no sólo altera drásticamente su capacidad de entender que las están convirtiendo en víctimas, sino que puede ser catastrófico para sus expectativas de alcanzar el amor en el curso de su vida.

La mayoría de los padres sienten cierta ansiedad cuando sus hijos empiezan a salir en pareja y a relacionarse íntimamente con personas que no son de la familia, pero la vivencia que tiene el padre incestuoso enfrentado con esta etapa evolutiva normal es la de una traición, un rechazo, una deslealtad e incluso un abandono. La reacción del padre de Tracy era típica: rabia, acusaciones y castigo:

El me espetaba levantado cuando yo salía con alguien, y cuando volvía a casa me aplicaba el tercer grado. Eran interrogatorios interminables: con quién salía, qué hacía con él, si le dejaba que me tocara, si le permitía que me metiera la lengua en la boca. Si llegaba a sorprenderme despidiéndome de un chico con un beso, salía de casa insultándome y lo hacía huir espantado.

Cuando el padre de Tracy le gritaba y la insultaba, estaba haciendo lo mismo que muchos padres incestuosos: quitarse de encima la maldad, la vileza y la culpa y proyectándoselas a ella. Pero otros agresores esclavizan a su víctima con ternura, y eso hace que al niño le resulte aún más difícil resolver el conflicto entre emociones tan contradictorias como el amor y la culpa.

«TÚ LO ERES TODO EN MI VIDA»

Doug, un hombre delgado y tenso de cuarenta y seis años, que trabajaba como maquinista, vino a verme debido a todo un abanico de dificultades sexuales que incluían una impotencia recurrente. Desde los siete años hasta el final de su adolescencia, había sido una víctima sexual de su madre.

Me acariciaba los genitales hasta provocarme el orgasmo, pero yo siempre creía que, al no llegar al coito, aquello no tenía importancia. Además, me obligaba a hacerle lo mismo. Me decía que yo lo era todo en su vida, y que ésa era su manera especial de demostrarme su amor por mí. Pero ahora, cada vez que intimo con una mujer, siento como si estuviera engañando a mi madre.
El enorme secreto que Doug compartía con su madre lo ligaba estrechamente a ella. Tal vez su comportamiento enfermo confundiera al hijo, pero el mensaje era claro: ella era la única mujer en su vida, un mensaje en muchos sentidos tan dañino como el propio incesto. Como resultado, cuando Doug intentaba separarse y tener relaciones adultas con otras mujeres, sus sentimientos de deslealtad y de culpa se cobraban un tributo terrible en términos de su bienestar emocional y de su sexualidad.

EL INTENTO DE OCULTAR EL VOLCÁN

La única manera en que muchas víctimas pueden sobrevivir a los precoces traumas del incesto es el encubrimiento psicológico, hundiendo esos recuerdos tan por debajo de la captación consciente, que a veces tardan muchos años en aflorar, si es que afloran.
Es frecuente que los recuerdos del incesto inunden inesperadamente la conciencia por obra de algún acontecimiento concreto. Algunos clientes me han hablado de recuerdos que se desencadenaron en virtud de sucesos tales como el nacimiento de un hijo, el matrimonio, la muerte de un miembro de la familia, el hecho de haber visto algo referente al incesto en publicaciones o en programas de televisión, e incluso porque un sueño les hizo revivir el trauma.

También es común que estos recuerdos afloren si la víctima sigue una terapia para superar otros problemas, pero aun así son muchos los que no quieren mencionar el incesto si no los mueve a ello el terapeuta.
Incluso cuando los recuerdos emergen, muchas víctimas sienten pánico e intentan volver a rechazarlos, negándose a darles crédito.

Una de las experiencias emocionales más dramáticas que he tenido como terapeuta fue con Julio, una doctora en bioquímica que formaba parte del personal de un importante centro de investigación en Los Ángeles. Julio vino a mi consulta tras haberme oído hablar del incesto en uno de mis programas de radio, y me contó que su hermano la había agredido sexual-mente desde los ocho hasta los quince años.
Siempre he tenido fantasías terribles: que me muero o me vuelvo loca y me internan. Últimamente he pasado la mayor parte del tiempo en cama, con la cabeza cubierta por las mantas Jamás salgo de casa si no es para ir al trabajo, y allí apenas rindo. Todos están sumamente preocupados por mí. Yo sé que mi comportamiento se relaciona con mi hermano, pero no puedo hablar de este tema, y siento como si me estuviera ahogando.
De aspecto muy frágil, Julio parecía al borde de I derrumbe. Tan pronto se reía histéricamente como estallaba en sollozos convulsivos. Casi no tenía control sobre las emociones que estaban abrumándola.



Mi hermano me violó por primera vez cuando yo tenía ocho años. Él contaba catorce, y era realmente fuerte para su edad. Después de aquello me forzaba por lo menos tres o cuatro veces por semana. El dolor era tan insoportable que yo casi perdía el conocimiento. Ahora me doy cuenta de que debe de haber estado bastante loco, porque me ataba y me torturaba con cuchillos, tijeras, hojas de afeitar, destornilladores o cualquier cosa que encontrara. La única manera que yo tenía de sobrevivir era imaginar que aquello le pasaba a otra persona.
Le pregunté dónde estaban sus padres mientras a ella la sometían a esos horrores.

Jamás les dije nada a mis padres de lo que me hacía Tommy, porque él me amenazó con matarme si lo hacía, y yo le creía. Papá era abogado y trabajaba dieciséis horas diarias, incluso los fines de semana, y mi madre, una adicta a las píldoras. Ninguno de los dos me protegió jamás. Las pocas horas que pasaba en casa, papá quería paz y tranquilidad, y esperaba que fuese yo quien me ocupara de mamá. Me parece como si toda mi niñez no hubiera sido más que un enorme dolor.
A Julio, gravemente dañada como estaba, la asustaba muchísimo la terapia, pero se armó de coraje para unirse a uno de mis grupos de víctimas del incesto. Durante varios meses trabajó con empeño para sanar de los sádicos abusos sexuales de su hermano. Su salud emocional mejoró notablemente durante ese tiempo, y ya no se sentía como si estuviera manteniendo un difícil equilibrio entre histeria y depresión. Sin embargo, pese a la mejoría, mi instinto me decía que aún faltaba algo, que todavía quedaba dentro de ella un foco de infección, algo oculto y oscuro.

Una noche. Julio llegó al grupo con aspecto muy alterado. Había tenido repentinamente un recuerdo que la asustó:
Hace un par de noches tuve un claro recuerdo de que mi madre me forzaba a mantener contactos sexuales orales con ella. Realmente, debo de estar volviéndome loca. Es probable que también haya imaginado todas aquellas cosas con mi hermano. Está claro que mi madre estaba todo el tiempo dopada, pero no es posible que me haya hecho una cosa así. Realmente estoy perdiendo el juicio, Susan. Tendrás que ingresarme en el hospital. 

_—Tesoro —le dije—, si tú imaginaste las experiencias con tu hermano, ¿cómo es que has mejorado tanto trabajando sobre ellas? —Como eso le pareció coherente, continué—: Fíjate que, generalmente, estas cosas no provienen de la imaginación de las personas. Si recuerdas ahora este incidente con tu madre, es porque eres más fuerte que antes, más capaz de enfrentarte con él ahora.

Le expliqué que su inconsciente se había mostrado muy protector con ella. Si hubiera recordado ese episodio mientras era tan frágil como cuando la conocí, podría haber sufrido un derrumbe emocional total. Pero gracias a su trabajo en el grupo, su mundo emocional' se estaba estabilizando. Ahora su inconsciente había dejado aflorar ese recuerdo reprimido porque Julie estaba en condiciones de enfrentarse con él.
Pocas son las personas que hablan del incesto entre madre e hija, pero yo he tratado por lo menos a una docena de víctimas de él. La motivación parece ser una deformación grotesca de la necesidad de ternura, contacto físico y afecto. Las madres capaces de violar de esa manera el vínculo normal de la maternidad suelen estar sumamente perturbadas, y con frecuencia son psicóticas. 
El esfuerzo de Julie por reprimir sus recuerdos lucio que la llevó al borde de una crisis nerviosa. Sin embargo, por dolorosos y perturbadores que fueran aquellos recuerdos, para Julie su liberación fue la clave de una recuperación progresiva.


UNA DOBLE VIDA

Es frecuente que los niños víctimas del incesto lleguen a ser habilísimos actores. Es tanto el terror, la confusión, la tristeza, la soledad y el aislamiento de su mundo interior, que muchos de ellos cultivan un falso «sí mismo», que les sirve para relacionarse con el mundo exterior y actuar como si las cosas fueran estupendas y normales. Tracy hablaba con notable penetración de ese «ser como si»;
Yo me sentía como si fuera dos personas dentro de un solo cuerpo. Frente a mis amigos era muy abierta y amistosa, pero tan pronto como estaba en nuestro apartamento, me convertía en una reclusa total. Solía tener unos accesos de llanto totalmente imparables. Me ponía enfermo todo contacto social con mi familia, porque tenía que fingir que todo era estupendo. No te haces una idea de lo difícil que resulta interpretar todo el tiempo esos dos papeles. A veces sentía que agotaba mis fuerzas.
También Dan se merecía un Oscar. He aquí su descripción:
¡Yo me sentía tan culpable por lo que me hacía mi padre por las noches! Me sentía realmente como un objeto; me aborrecía a mí mismo, pero representaba el papel de niño feliz y nadie en la familia se enteró. Después, repentinamente, dejé de soñar, e incluso dejé de llorar. Fingía ser un niño feliz. Era el payaso de la clase, y además tocaba bien el piano. Me encantaba recibir y atender a las visitas...; hacía cualquier cosa para gustar a la gente, pero por dentro sufría. Cuando llegué a los trece años ya me emborrachaba en secreto.
Al atender a otras personas, Dan podía alcanzar cierta sensación de aceptación y de logro. Pero como su verdadero ser interior estaba tan angustiado, apenas experimentaba auténtico placer. Éste es el coste de estar viviendo una mentira.

EL SOCIO SILENCIOSO

El agresor y la víctima se montan una buena actuación teatral para que su secreto no salga de la casa, pero cabe preguntarse qué pasa con el otro miembro de la pareja parental.
Cuando empecé a trabajar con adultos que habían sido víctimas de abusos sexuales en su niñez, me encontré con que muchas víctimas del incesto entre padre e hija parecían estar más furiosas con la madre que con el padre. Muchas de ellas se torturaban con la pregunta, con frecuencia imposible de responder, de si su madre sabía algo del incesto. Muchas estaban convencidas de que la madre debía de haber sabido algo, porque en algunos casos los signos de la agresión sexual clamaban por sí mismos. Otras estaban convencidas de que su madre tendría que haberlo sabido, tendría que haber descubierto los cambios en la conducta de su hija, tendría que haber percibido que algo anclaba mal, y tendría que haber manifestado mayor sensibilidad para lo que estaba pasando en la familia.

Tracy, que parecía imperturbable cuando describió cómo su padre, el vendedor de seguro, pasó de mirarla mientras ella se desvestía a acariciarle los genitales, lloró en varias ocasiones mientras hablaba de su madre:
Es como si yo estuviera siempre enojada con mi madre. Podía amarla y odiarla al mismo tiempo. Ahí está esa mujer que me veía siempre deprimida, llorando histéricamente en mi habitación, sin decir jamás una condenada palabra. ¿Podéis creer que a una madre en su sano juicio no le llame la atención ver que su hija se pasa todo el tiempo llorando? Yo no podía ir a decirle sin más lo que pasaba, pero tal vez si ella me hubiera preguntado... No lo sé. Quizá de todas maneras no hubiera podido decírselo. ¡Dios, cómo quisiera que ella hubiera descubierto lo que él me hacía!

Tracy expresaba un deseo que he oído formular miles de víctimas del incesto: que de alguna manera alguien, especialmente su madre, descubriese el incesto sin que la víctima tuviera que pasar por la angustia de contarlo.
Yo estaba de acuerdo con Tracy en que su madre era de una insensibilidad increíble ante la desdicha de su hija, pero eso no significaba necesariamente que tuviera conocimiento alguno de lo que estaba pasando.
Hay tres tipos de madres en las familias incestuosas: las que auténticamente no lo saben, las que quizá lo sepan, y las que efectivamente lo saben.

¿Es posible que una madre viva en una familia incestuosa y no lo sepa? Varias teorías sostienen que no, que cualquier madre percibiría de alguna manera el incesto en su familia. Yo no estoy de acuerdo; tengo la convicción de que algunas madres verdaderamente lo ignoran.

El segundo tipo de madre es la clásica «socia» silenciosa, que lleva anteojeras. Los indicios del incesto están ahí, pero ella prefiere no hacer caso de ellos, en un intento erróneo de protegerse y de proteger a su familia.
El tercer tipo es el más reprensible: la madre a quien sus hijos cuentan lo que les están haciendo, pero no intervienen para impedirlo. Cuando esto sucede, la víctima es doblemente traicionada.
(Cuando Liz tenía trece años, hizo un intento desesperado de hablar con su madre de las agresiones sexuales, cada vez más graves, de su padrastro:

Yo me sentía realmente atrapada. Pensé que si se lo decía a mi madre, por lo menos ella hablaría con él. ¡Qué va! Casi se deshizo en lágrimas, y me dijo... jamás olvidaré sus palabras: « ¿Porqué me cuentas eso, qué intentas hacerme? Llevo nueve años viviendo con tu padrastro, y me consta que sería incapaz de algo así. Es ministro del culto. Todo el mundo nos respeta. Tú debes de haber estado soñando. ¿Por qué te empeñas en arruinar mi vida? Dios te castigará». Yo no me lo podía creer. ¡Tanto que me había costado a mí decírselo, y ella se ponía en mi contra! Terminé consolándola.
Liz comenzó a llorar. La mantuve abrazada unos minutos mientras ella revivía el dolor y la pena provocados por la respuesta —demasiado típica— de su madre ante la verdad. La madre de Liz era la clásica «socia» silenciosa, pasiva, dependiente e infantil. Estaba intensamente preocupada por su propia supervivencia y por mantener intacta la familia. El resultado era que necesitaba negar cualquier cosa que amenazara la estabilidad familiar.
Muchas «socias» silenciosas también fueron víctimas cuando niñas, y como consecuencia de ello tienen una autoestima sumamente baja y es probable que estén volviendo a representar las luchas de su propia niñez. Por lo general, se sienten abrumadas ante cualquier conflicto que ponga en peligro el estatus quo, porque no quieren confrontar sus propios miedos y su dependencia. Como con frecuencia sucede, Liz terminó respaldando emocionalmente a su madre, aunque era ella quien más apoyo necesitaba.

Hay unas pocas madres que, efectivamente, empujan a sus hijas al incesto. Deberá, que era miembro del mismo grupo que Liz, contó una historia horrible:
La gente me dice que soy bonita, y yo sé que los hombres siempre me miran, pero me he pasado la mayor parte de mi vida creyendo que parezco el personaje de Alíen. Siempre me sentí como una babosa, como algo repugnante. Lo que me hacía mi padre ya era bastante malo, pero lo que realmente me dolía era lo de mi madre, que actuaba de intermediaria. Ella fijaba el momento y el lugar, y a veces hasta me sostenía la cabeza apoyada en la falda mientras él me violaba.

Yo le suplicaba continuamente que no me obligara a hacer eso, pero ella me decía: «por favor, tesoro, hazlo por mí. A él no le basta conmigo, y si tú no le das lo que quiere, se irá en busca de otra mujer, y entonces nos quedaremos en la calle».
Yo intento entender por qué hacía lo que hacía, pero también tengo dos hijos y aquello me parece la cosa más inconcebible que pueda hacer una madre.

Muchos psicólogos creen que las «socias» silenciosas transfieren a sus hijas su papel de esposa y madre. Ciertamente, esto era válido en el caso de la madre de Deberá, aunque resulta excepcional que la transferencia se haga tan abiertamente.
Según mi experiencia, la mayoría de las «socias» silenciosas no transfieren tanto el papel como abdican de su poder personal. Generalmente no empujan a sus hijas a reemplazarlas, sino que se dejan dominar por el agresor y permiten que éste domine a las hijas. Su miedo y su necesidad de dependencia son más poderosos que sus instintos maternales, de manera que las hijas quedan desprotegidas
.

EL LEGADO DEL INCESTO

Cualquier adulto que haya sido agredido sexualmente de niño, arrastra desde entonces profundos sentimientos de una inadaptación irremediable y se considera indigno y perverso. Por más diferentes que puedan parecer sus vidas a una mirada superficial, ludas las víctimas adultas del incesto comparten un legado de sentimientos trágicos: se sienten sucias, dañadas y diferentes. Estos tres sentimientos pesaban gravemente sobre la vida de Connie, que me explicó:
Yo solía tener la sensación de que iba a la escuela con un signo en la frente, que decía que era víctima del incesto. Y todavía pienso muchas veces que la gente puede mirarme por dentro, y que ve lo repugnante que soy. Yo no soy como otras personas, no soy normal.
Con los años, he escuchado descripciones de otras víctimas que se sentían «como el Hombre Elefante», «un ser del espacio exterior», «una fugada del manicomio» o «la hez de las heces del mundo».
El incesto es como una forma de cáncer psicológico. No es terminal, pero se impone el tratamiento, y a veces resulta doloroso. Connie estuvo durante más de veinte años sin tratarlo, y eso significó un tributo terrible en su vida, especialmente en el ámbito de las relaciones.

«YO NO SÉ QUÉ SE SIENTE EN UNA RELACIÓN DE AMOR»

Sus sentimientos de autor rechazo llevaron a Connie a una serie de relaciones degradantes con hombres. Como las características de su primera relación con un hombre (su padre) eran la traición y la explotación, en su mente el amor y el agravio estaban íntimamente unidos. Ya adulta, se sintió atraída por hombres que le permitían repetir el guión familiar. Una relación sana, en la que estuvieran en juego el amor y el respeto, le habría parecido anormal, no habría podido encajar con la visión que ella tenía de sí misma.
Cuando la mayoría de las víctimas del incesto llegan a adultas, tienen especiales dificultades en sus relaciones amorosas. Si por azar una víctima llega a encontrar una relación de amor, lo más habitual los fantasmas del pasado la contaminen, con frecuencia en el ámbito de la sexualidad.

DESPOJADA DE LA SEXUALIDAD

En el caso de Tracy, el trauma del incesto afectó gravemente a su matrimonio con un hombre cariñoso y bueno. He aquí lo que me contó:
Mi relación con David se está desmoronando. Es un hombre estupendo, pero no sé cuánto tiempo podrá soportar esto. Los contactos sexuales son terribles, como lo fueron siempre, y ya no quiero seguir pasando por todo eso. Me pone enferma que él me toque. Ojalá no existiera el sexo.
Es muy común que la víctima sienta repulsión ante la idea del contacto sexual; se trata de una reacción normal' ante el incesto. Todo lo sexual se convierte en un recordatorio indeleble del dolor y de la traición. La grabación interior comienza a repetirse mentalmente: «Esto es Mido, es malo... Cuando yo era pequeña hice cosas horribles... y si las repito ahora, volveré a sentirme mala».
Muchas víctimas cuentan que no son capaces de mantener un contacto sexual sin que les asalten los recuerdos. Cuando tratan de llegar a la intimidad con alguien a quien aman, reviven mentalmente, con cruel claridad, los traumas incestuosos originarios. Es frecuente que las adultas que han sido víctimas del incesto sientan la presencia de su agresor en la misma habitación. Estas imágenes retrospectivas hacen aflorar todos los sentimientos negativos que abrigan hacia sí mismas, y su sexualidad se extingue como un fuego bajo el agua.
Otras, como Connie, se valen de su sexualidad para auto denigrarse, porque han crecido creyendo que no son buenas para nada más que para eso. Aunque puedan haberse acostado con cientos de hombres en busca un poco de afecto, muchas siguen sintiendo repulsión hacia todo lo sexual.

« ¿POR QUÉ LAS SENSACIONES AGRADABLES ME HACEN SENTIR MAL?»

Aunque, de adulta, una víctima del incesto se las haya arreglado para tener una buena respuesta sexual y orgasmos normales (como les sucede a muchas), todavía puede seguir sintiéndose culpable por sus sensaciones sexuales, y que el placer se le haga difícil, cuando no imposible. La culpa puede hacer que las sensaciones agradables nos hagan sentir mal.
A diferencia de Tracy, Liz tenía una excelente respuesta sexual, pero no por eso la perseguían menos los fantasmas del pasado:

Yo tengo montones de orgasmos, y me encantan todas las formas de actividad sexual, pero cuando me siento realmente mal es después. Me deprimo muchísimo, y cuando todo acaba no quiero que me abracen ni que me toquen... Lo único que quiero es que el tío se aparte de mí, y, claro, él no lo entiende. Un par de veces, después de haber disfrutado especialmente, he tenido fantasías de suicidio.
Aunque experimentaba placer sexual, Liz seguid teniendo intensos sentimientos de rechazo de sí misma. Como consecuencia, necesitaba pagar el precio aquel placer, hasta el punto de visualizar el suicidio. Era como si al tener esos sentimientos y fantasías autodestrucción pudiera compensar un poco lo «pecaminoso» y «vergonzoso» de la excitación sexual.




Tomado de Padres que Odian [Toxica Parents] de Susan Forward y Craig Buck.


TRADUCCIÓN: CONY DIAZ.

LA TRAICIÓN FINAL LOS QUE MALTRATAN SEXUALMENTE (PRIMERA PARTE)

El incesto es quizá la más cruel y la más incomprensible de las experiencias humanas. Representa la traición de la confianza más básica entre el niño y el padre o la madre, y es emocionalmente devastador. Las pequeñas víctimas están en una situación de dependencia total de sus agresores, de modo que no tienen a dónde ir ni a quién recurrir. Los protectores se convierten en perseguidores, y la realidad, en una prisión llena de sucios secretos. El incesto traiciona el corazón mis¬ino de la niñez, su inocencia.

En los dos últimos capítulos nos hemos adentrado en algunas de las realidades más sombrías de las familias que estamos estudiando. Nos hemos encontrado ton padres que tienen una extraordinaria carencia de empatía y de compasión en su relación con sus hijos. I .os golpean con cualquier arma, desde críticas humillantes hasta cinturones de cuero, y siguen racionalizando los malos tratos al presentarlos como actos de disciplina o de educación. Pero ahora entramos en un ámbito del comportamiento tan perverso, que en él no fu posible racionalización alguna, y aquí debo dejar de lado todas las teorías estrictamente psicológicas: yo creo que la violación sexual de un hijo es un acto de inequívoca perversidad.

¿QUÉ ES EL INCESTO?


El incesto es difícil de definir porque entre las definiciones jurídicas y las psicológicas hay mundos de distancia. La definición jurídica del incesto es suma¬mente estrecha; por lo común, en los códigos de los países de habla inglesa se lo define como penetración sexual entre con sanguíneos. Así, millones de personas no se han dado cuenta de que han sido víctimas del incesto porque en el contacto no hubo penetración. Desde el punto de vista psicológico, el incesto abarca una gama mucho más amplia de comportamientos y relaciones, que incluyen el contacto físico con la boca, pechos, genitales, ano o cualquier otra parte corporal de un niño, cuando el objeto de dicho contacto es la excitación sexual del agresor. Y este último no tiene que ser necesariamente un con sanguíneo; puede si i cualquiera a quien el niño considere como miembro de la familia; así, un padrastro o un pariente político.
Hay otros tipos de comportamientos incestuosos sumamente dañinos aunque quizá no impliquen contacto físico alguno con el cuerpo del niño. Por ejemplo, si un agresor comete un acto de exhibicionismo o se masturba en presencia del niño, e incluso si lo persuade de posar para fotografías sexualmente insinuantes, está cometiendo una forma de incesto.
A nuestra definición de incesto debemos añadir para completarla, que el comportamiento tiene que mantenerse en secreto. Un padre que abra/a y I afectuosamente a su hijo no está haciendo algo que haya que mantener en secreto. De hecho, estas formas de contacto son esenciales para el bienestar emocional de un niño, pero si el padre acaricia los genitales de su hijo, o hace que el niño se los acaricie a él, eso sí debe ser secreto: se trata de una relación incestuosa.
Hay además varios comportamientos mucho más sutiles, que yo llamo incesto psicológico. Las víctimas de este último tal vez no hayan sido tocadas ni agredidas sexualmente, pero han tenido la vivencia de una invasión de su intimidad y su seguridad. Me refiero a actos de invasión como pueden serlo espiar a un niño mientras se viste o se baña, o dirigirte repetidos comentarios seductores o sexualmente explícitos. Aunque ninguno de estos comportamientos se ajuste a la definición literal del incesto, es frecuente que las víctimas se sientan vio¬ladas, y que sufran muchos de los síntomas psicológicos que presentan las víctimas de un incesto consumado.



LOS MITOS DEL INCESTO

Cuando inicié mis esfuerzos por movilizar la atención pública sobre las proporciones epidémicas del incesto, me encontré con una resistencia tremenda. En el incesto hay algo especialmente feo y repulsivo, y a muchas personas incluso les cuesta reconocer su existencia,
en los últimos diez años, la negación ha empezado a ceder ante una abrumadora cantidad de pruebas, y se ha llegado a analizar públicamente, aunque todavía no de manera franca y abierta, el tema del incesto. Pero persiste otro obstáculo: los mitos del incesto, que durante
mucho tiempo han sido artículos de fe, imposibles de cuestionar en nuestra conciencia colectiva. Pero en ellos no hay verdad ni jamás la hubo.
Mito: El incesto se reduce a casos excepcionales. 
Realidad: Todos los estudios y datos responsables, entre ellos los provenientes del Departamento de Servicios Humanos de los Estados Unidos, demuestran que, antes de los dieciocho años, por lo menos uno de cada diez niños sufre los avances sexuales de un miembro de la familia, en quien tiene confianza. Sólo a comienzos de la década de los ochenta se comenzó a advertir en los Estados Unidos hasta qué punto el incesto alcanza caracteres de epidemia. Antes de esa época, la mayoría de las personas creían que se producía en no más de una de cada cien mil familias.
Mito: El incesto sólo se da en las familias pobres y sin educación o en comunidades aisladas y sumidas en el atraso.
Realidad: El incesto es implacablemente democrático y se da en todos los niveles socioeconómicos. Puede ocurrir tan fácilmente en la familia del lector como en la aldea rural más aislada.

Mito: Quienes cometen este tipo de agresión son pervertidos sociales y sexuales.
Realidad: El agresor incestuoso típico puede ser cualquiera. No le caracteriza un denominador o perfil común. Estas personas suelen ser hombres y mujeres aparentemente «promedio»: trabajadores, respetables y religiosos. He visto entre estos agresores a funcionarios policiales, maestros, poderosos industriales, damas de sociedad, albañiles, médicos, alcohólicos y pastores protestantes. Los rasgos que todos ellos tienen en común son más bien psicológicos que sociales, culturales, raciales o económicos.
Mito: El incesto es una reacción a una situación de privación sexual.

Realidad: La mayoría de los agresores llevan una vida sexual activa en su matrimonio, y con frecuencia tienen también relaciones extra conyugales. Se orientan hacia los niños por la sensación de poder y control que ello les da o bien por el amor incondicional y no amenazante que sólo los niños pueden ofrecer. Aunque estas otras necesidades e impulsos acaben sexual izándose, es raro que la motivación sea la privación sexual.


Mito: Los niños, y en especial las niñas adolescentes, son seductores, y por lo menos parcialmente responsa¬bles de la agresión.
Realidad: La mayoría de los niños ponen a prueba sus sentimientos e impulsos sexuales, con ánimo exploratorio, con las personas por quienes sienten afecto. Las niñitas flirtean con el padre y los niñitos con la madre. Algunas adolescentes son francamente provocativas. Sin embargo, ejercer un control adecuado en tales situaciones y no llegar a una actuación de sus propios impulsos es siempre una responsabilidad que corresponde en un cien por ciento al adulto.

Mito: La mayoría de las historias de incesto no son verdad. Realmente son fantasías derivadas de la propia ansiedad sexual del niño.

Realidad: Este mito fue creado por Sigmund Freud y desde comienzos de siglo ha impregnado la enseñanza y el ejercicio de la psiquiatría. En su práctica psicoanalítica, Freud recibió tantos informes de incesto de Lis hijas de respetables familias vienesas de clase media, que, sin fundamento alguno, decidió que todos los casos no podían ser verdad. Para explicar su frecuencia, llegó a la conclusión de que los hechos sucedían principalmente en la imaginación de sus pacientes. El resultado del error de Freud es que a miles, o quizá a millones de víctimas del incesto se les ha negado, y en algunos casos se les sigue negando, la validación y el apoyo que necesitan, incluso cuando consiguen reunir el valor suficiente para buscar ayuda profesional.

Mio: Es más frecuente que los niños sufran la agresión de extraños que de alguien a quien conocen. 


Realidad: La mayoría de los crímenes sexuales cometidos contra niños son perpetrados por miembros de la familia, en quienes la víctima confía.



UNA FAMILIA TAN AGRADABLE…

Lo mismo que sucedía en el caso de los agresores físicos, la mayoría de las familias incestuosas parecen normales al resto del mundo. Incluso puede que los padres ocupen cargos importantes en la iglesia o en la comunidad, y que sean bien conocidos por sus riguro¬sos patrones morales. Es pasmosa la forma en que pue¬de cambiar la gente cuando está protegida por una puerta cerrada con llave.
Tracy, de treinta y ocho años, es una mujer esbelta, de pelo y ojos castaños, dueña de una pequeña librería en un suburbio de Los Ángeles, y provenía de una de ¬esas «familias normales».

Nos parecíamos a todo el mundo. Mi padre era vendedor de seguros y mi madre, secretaria ejecutiva. Todos los domingos íbamos a la iglesia, y salíamos e vacaciones todos los veranos. Realmente, la gente más normal e Rockwell…, salvo que cuando tenía más o menos diez años, mi padre empezó a tratar de rozarse contra mi cuerpo y oprimirme. Algo así como un año después, lo sorprendí espiándome mientras me vestía, a través de un agujero que había taladrado en la pared de mi dormitorio. Cuando empecé a desarrollarme solía acercárseme desde atrás para cogerme los pechos. Después empezó a ofrecerme dinero para que me acostara en el suelo sin ropa…, para que él me mirase. Yo me sentía realmente sucia, pero me daba miedo decirle que no. No quería avergonzarlo. Después, un día me llevó la mano hasta apoyársela sobre el pene. ¡Me asusté tanto…! Cuando empezó a acariciarme los genitales, como no sabía qué hacer, lo dejé hacerme lo que él quería.
A los ojos del mundo, el padre de Tracy era un típico padre de familia de clase media, y esa imagen aumentaba la confusión de la niña. La mayoría de las familias incestuosas mantienen durante años esa facha¬da de normalidad; a veces, durante toda la vida.
Liz, una rubia de ojos azules y aspecto atlético que trabaja en la edición de cintas de vídeo, constituye un ejemplo especialmente trágico de la escisión entre apa¬riencia externa y realidad:
Todo era como muy irreal. Mi padrastro era un ministro protestante muy popular, en una con¬gregación muy grande, y la gente que venía los domingos a la iglesia lo adoraba. Yo recuerdo haber estado sentada en la iglesia, escuchándole un sermón sobre el pecado mortal, y deseando poder gritar que aquel hombre era un hipócrita. ¡Quería levantarme para dar testimonio ante la iglesia entera de que aquel maravilloso hombre de Dios se estaba follando a su hijastra de trece años!
Liz, lo mismo que Tracy, provenía de una familia que en apariencia era un modelo. Sus vecinos se ha¬brían quedado atónitos si hubieran sabido lo que estaba haciendo su pastor. Pero no era excepcional el hecho de que aquel hombre tuviera ascendente moral y autoridad, y de que confiaran en él. Una carrera prestigiosa o un título universitario no sirven para nada cuando se trata de controlar impulsos incestuosos.

¿CÓMO ES POSIBLE QUE HAYA SUCEDIDO ESTO?

Abundan las teorías contradictorias sobre el clima familiar y el rol que les cabe a los demás miembros de la familia. Según mi experiencia, sin embargo, hay un factor que nunca falta: el incesto no se produce jamás en las familias abiertas y comunicativas, donde el amor se da sin restricciones.
Aparece, en cambio, en aquellas en donde hay mucho aislamiento emocional, secretos, necesidad afectiva, estrés y falta de respeto. En muchos sentidos, se puede considerar que el incesto es parte de un derrum-be total de la familia, pero quien comete la violencia sexual es el agresor, y solamente el agresor. Tracy des¬cribió la situación en su casa.
Jamás hablábamos de cómo me sentía yo. Si algo me molestaba, me limitaba a tragármelo. Recuerdo que, de pequeña, mamá me tenía en brazos y me mecía, pero jamás vi que a mi madre y a mi padre les uniera ningún afecto. Hacíamos cosas juntos, como una familia, pero no existía verdadera intimidad. Creo que eso era lo que bus¬caba mi padre. A veces me preguntaba si podía besarme, y yo le decía que no quería. Entonces me lo rogaba y me decía que no me haría daño, que solamente quería estar cerca de mí.
A Tracy no se le había ocurrido que, si el padre se sentía solo y frustrado, tenía otras alternativas aparte de molestar a su hija. Como muchos agresores, el padre de Tracy buscaba la solución dentro de la familia, en su hija, en un intento de compensar las frustraciones que experimentaba. Esta forma desviada de usar a un niño para atender a las necesidades emocionales de un adulto puede llegar a fácilmente a sexualizarse si el adulto no es capaz de controlar sus impulsos.

LOS MÚLTIPLES ROSTROS DE LA COERCIÓN

Es tremenda la importancia de la coerción psicológica en la relación padre/madre-hijo. El padre De Tracy no necesitaba forzar a su hija para tener acceso a una relación sexual con ella.
Yo habría hecho cualquier cosa para hacerlo feliz. Me sentía aterrorizada cuando me hacía todo aquello, pero por lo menos nunca se puso violento conmigo.
Las víctimas como Tracy, que no se han visto some¬tidas a coerción física, suelen subestimar el daño que han sufrido porque no se dan cuenta de que la violencia emocional es tan destructiva como la física. Los niños son afectuosos y confiados por naturaleza; es decir, blancos fáciles para un adulto apurado e irresponsable. La vulnerabilidad emocional de un niño es, por lo ge¬neral, el único recurso de que necesitan echar mano algunos agresores incestuosos.
Otros refuerzan su ventaja psicológica con amenazas de daño corporal, humillación pública o abandono. Una de mis clientas tenía siete años cuando su padre le dijo que la daría en adopción si no se avenía a sus de¬mandas sexuales. Para una niña pequeña, la amenaza de no volver a ver su familia ni a sus amigos fue lo suficientemente aterradora como para persuadirla a hacer cualquier cosa.
Los agresores incestuosos también se valen de amenazas para asegurarse el silencio de sus víctimas. Entre las más comunes se cuentan:

• «Si lo cuentas, te mataré.»
• «Si lo cuentas, te azotaré.»
• «Si lo cuentas, mamá se pondrá enferma.»
• «Si lo cuentas, la gente pensará que estás loca.»
• «Aunque lo cuentes, nadie va a creerte.»
• «Si lo cuentas, mamá se pondrá furiosa con nosotros.»
• «Si lo cuentas, ya no te querré nunca más en la vida.»
• «Si lo cuentas, a mí me meterán en la cárcel y no habrá nadie que pueda mantener a la familia.»
Este tipo de amenazas constituyen un chantaje emocional que saca partido de la vulnerabilidad y el miedo condicionados por la inocencia de la víctima.

Además de las coerciones psicológicas, muchos agresores recurren a la violencia física para obligar a sus hijos a someterse al incesto. Aparte el abuso sexual, es raro que las víctimas del incesto sean niños favoreci¬dos. Quizá unos pocos reciban dinero o regalos o un trato especial como parte de la coerción, pero la mayo¬ría son objeto no sólo de malos tratos emocionales, sino con frecuencia también físicos.
Liz recuerda lo que sucedió cuando intentó resistir¬se a su padrastro, el ministro protestante:


Cuando estaba a punto de terminar la escue¬la primaria, me sentí valiente y le dije que había decidido que él tenía que dejar cíe venir a mi habitación por las noches. Se puso furioso y empezó a estrangularme, y después empezó .1 vociferar que Dios no quería que yo tomara ñus propias decisiones. El Señor quería que él decidiera por mí, como si Dios realmente quisiera que él tuviera relaciones sexuales conmigo o algo así. Para cuando dejé) cíe apretarme el cuello, yo apenas podía respirar, y estaba tan asustada que dejé que me hiciera tocio lo que quiso.

POR QUÉ NO HABLAN LOS NIÑOS

El noventa por ciento de las víctimas de incesto jamás le dicen a nadie lo que les ha sucedido, lo que les está sucediendo. Permanecen en silencio no sólo porque que tienen miedo de que les hagan daño, sino en buena medida porque temen que la familia se desintegre si ellos denuncian el comportamiento de uno de los progenitores. El incesto puede ser aterrador, pero peor es la idea de ser responsable de la destrucción de la familia. La lealtad familiar constituye una fuerza increíblemente poderosa en la vida de la mayoría de los niños por más corrompida que pueda estar la familia
Connie, una dinámica pelirroja de treinta y seis años, encargada de la sección de créditos de un gran banco, fue la clásica hija leal, cuyo miedo de hacer daño a su padre y perder el amor de él era más poderoso que cualquier deseo de pedir ayuda para sí misma.
Retrospectivamente, veo que él hacía de mí lo que quería. Me dijo que si yo decía algo de lo que hacíamos se acabaría la familia, que mi madre lo echaría y yo me quedaría sin papá, que me darían en adopción y todos en la familia me odiarían.
En los raros casos en que el incesto se descubre, es muy frecuente que la unidad cíe la familia se haga trizas. Sea por el divorcio u otros procedimientos lega¬les que apartan al menor del hogar, o por el intenso estrés que provoca la hostilidad pública, muchas familias no logran sobrevivir a este descubrimiento. Pero, aunque la desintegración de la familia bien puede favorecer el mejor interés del niño, éste se siente invariablemente responsable de tal destrucción, lo cual suma un peso enorme a una carga emocional ya de suyo abrumadora.


LA FALTA DE CREDIBILIDAD

Los niños que son víctimas de abusos sexuales se dan cuenta precozmente de que su credibilidad no es nada en comparación con la de sus agresores. No importa que el padre o la madre sea alcohólico, desempleado crónico o propenso a la violencia; en nuestra sociedad un adulto es casi siempre más creíble que un niño. Y si el progenitor ha alcanzado cierta medida de éxito en la vida, esta brecha en la credibilidad se convierte en abismo.
Dan es un ingeniero aeroespacial de cuarenta y cinco años, que desde los cinco hasta que se fue de casa para ingresar en la universidad fue víctima de los abusos sexuales del padre:
Desde pequeño, supe que jamás podría contar a nadie lo que me hacía mi padre. A mi madre él la tenía totalmente dominada, y yo estaba seguro de que no me creería ni en un millón de años. Era un importante hombre de negocios y conocía a toda la gente que había que conocer. Imagínese usted que yo tratara de con¬seguir que alguien creyera que casi todas las noches aquel monstruo sagrado se llevaba a su hijo de seis años al cuarto de baño para que se la chupara. ¿Quién iba a creerme? Todos habrían pensado que yo estaba tratando de crear proble¬mas a mi padre o algo así. No podría ganar nada con eso.
Dan se encontraba en una trampa terrible. No sólo era una víctima sexual, sino que lo era del progenitor de su mismo sexo, y eso no sólo aumentaba su vergüenza, sino su convicción de que nadie le creería.
El incesto entre padre e hijo es mucho más común de lo que cree la mayoría de la gente. Por lo general, lo perpetran padres que parecen heterosexuales, pero que probablemente tienen fuertes impulsos homosexuales y, en vez de admitir sus verdaderos sentimientos, intentan reprimir su homosexualidad casándose y teniendo hijos. Al no canalizar su verdadera preferencia sexual, sus impulsos reprimidos siguen creciendo hasta que terminan por derribar sus defensas.
Las agresiones sexuales del padre de Dan se iniciaron hace cuarenta años, cuando tanto el incesto como la homosexualidad estaban siniestramente envueltos ¬en mitos e ideas erróneas. Como la mayoría de las víctimas del incesto, Dan percibía la inutilidad desesperada del intento de buscar ayuda, porque parecía ridículo que un hombre de la posición social de su padre pudiera cometer semejante crimen. Por más daño que estén haciendo a sus hijos, los padres tienen el monopolio del poder y de la credibilidad.



«¡ME SIENTO TAN SUCIO!»

No hay vergüenza como la que padece la vícti¬ma del incesto. Hasta las víctimas más jóvenes saben que el incesto debe mantenerse en secreto. No importa que les digan o no que guarden silencio; los niños per¬ciben el carácter prohibido y vergonzoso de la acción en el comportamiento del agresor. Aun cuando sean demasiado pequeños para entender la sexualidad, saben que los están violando y se sienten sucios.
También las víctimas del incesto interiorizan la culpa, lo mismo que los niños que son objeto de agre¬siones verbales y físicas, pero en el incesto a la culpa se le suma la vergüenza. La convicción de que «todo es culpa mía» jamás es más intensa que en la víctima del incesto, y esta creencia alimenta fuertes sentimientos de autoaborrecimiento y vergüenza. Además de tener que hacer frente como mejor pueda al hecho real del incesto, la víctima debe cuidarse de que no la descubran y la denuncien como una persona «sucia y repugnante».
A Liz le aterraba la posibilidad de que la descubrieran.
Aunque sólo tenía diez años, me sentía la peor de las prostitutas. Realmente habría queri¬do denunciar a mi padrastro, pero tenía miedo de que todos, incluida mi madre, me odiaran si lo hacía. Sabía que todo el mundo pensaría que era mala, y aunque en realidad yo misma me despreciaba, no podía soportar la idea de que se me considerara culpable. Por eso me lo tragaba todo.

Para quien lo ve desde fuera, es difícil entender porque una niña de diez años a quien su padrastro obliga a mantener relaciones sexuales con él puede sentirse culpable. La respuesta, naturalmente, está en la renuncia de la niña a aceptar la maldad en alguien en quien ella confía. Alguien ha de tener la culpa de esos actos ver¬gonzosos, humillantes y aterradores, y como no puede ser el padre, tiene que ser la propia niña.
Los sentimientos de ser malo y responsable y de estar sucio, crean en las víctimas del incesto un tre¬mendo aislamiento psicológico. Se trata de niños que se sienten totalmente solos, tanto en el seno de la fami¬lia como en el mundo exterior. Les parece que nadie creerá su horrible secreto, y sin embargo ese secreto oscurece su vida hasta el punto de que, con frecuencia, les impide incluso tener amigos. A su vez, es probable que su mismo aislamiento los fuerce a refugiarse en el agresor, a menudo la fuente de las únicas atenciones que reciben, por más perversas que sean.
Si la víctima obtiene algún placer del incesto, sólo sirve para intensificar su vergüenza. Algunos adultos que han sido víctimas de él recuerdan haberse excitado sexualmente, pese a la confusión o a la vergüenza que les provocaban aquellos episodios, y para ellos es incluso más difícil desprenderse más adelante de su sentimiento de responsabilidad. Tracy incluso tenía orgasmos:

Yo sabía que aquello estaba mal, pero la sensación era grata. Aunque él fuera un verdadero hijo de puta por hacérmelo, yo soy tan culpable como él porque me gustaba.
Aunque había oído otras veces la misma historia me partió el corazón, y le dije lo que había dicho antes a otras personas:
No hay nada malo en que el estímulo te gustara. Tu cuerpo está biológicamente programado para que te agraden esas sensaciones. Pero el hecho de que tú experimentaras placer no le eximía a él en lo más mínimo de su responsabilidad, ni significa que tú fueras culpable: seguías siendo su víctima. Controlarse era responsabilidad de él, en cuanto a adulto, con independencia de lo que sintieras tú.
Hay otra culpa que, típicamente, se atribuyen mu¬chas víctimas del incesto: separar al padre de la madre. Cuando el incesto se ha dado entre padre e hija, las víctimas suelen reconocer que se sintieron como «la otra», y naturalmente eso hace que incluso les resulte más difícil buscar ayuda en su madre, la única persona a quien podrían haber recurrido. En cambio, la sensa¬ción de estar traicionando a mamá era un nuevo motivo de culpa.



Tomado de Padres que Odian [Toxica Parents] de Susan Forward y Craig Buck.

traducción: CONY DIAZ.