REPÚBLICA DOMINICANA.
Cuando oímos del abuso sexual infantil se viene a la mente, casi de forma automática, una niña abusada y agredida por un hombre adulto, y cuando se admite la existencia del abuso a los niños varones, entonces solo se nos ocurre pensar en el acto coercitivo de un hombre adulto. Se visualiza a las mujeres solo como víctimas del abuso, algo que resulta lógico, por la alta frecuencia y la impunidad con que suceden casos de abuso sexual a niñas o menores en nuestra sociedad. Sin embargo, en este contexto caribeño en el que se incentiva y estimula al sexo masculino a aspirar y ejercer el oficio de macho, son muchos los hombres ya adultos que en la intimidad de sus consciencias, o en la confesión a un amigo o a un terapeuta, cuentan que fueron iniciados, a edades muy tempranas, por una mujer, en eso que ellos consideran el oficio de amar.
Se escuchan narraciones gozosas de aquel encuentro con la sexualidad adulta que les llegó de bruces y de la mano de una adulta que si sabía lo que hacía, y que ejerció su poder sobre un menor para adentrarlo a territorios para los que, ni biológica ni mentalmente, estaban preparados. El hombre adulto que recuerda ese suceso traumático, lo asume como el inicio precoz de una carrera gloriosa y no como lo que es, más allá del disfraz de aceptación social del que disfruta. No se les ocurre ni pensar que fueron niños abusados.
Se escuchan narraciones gozosas de aquel encuentro con la sexualidad adulta que les llegó de bruces y de la mano de una adulta que si sabía lo que hacía.
En términos clínicos, el abuso sexual infantil ocurre como parte de un proceso en el que una persona, al menos tres años mayor, ejerce poder sobre un niño o niña menor de 14 años, de manera asimétrica, mediante manipulación psicológica, chantaje, engaño, fuerza o basándose en un vínculo de dependencia.
El Unicef señala al respecto que el abuso sexual a niños, niñas y adolescentes es un tipo de maltrato que se da en todas las sociedades, culturas y niveles educativos, económicos y sociales. El maltrato infantil —físico, psicológico o abuso sexual— es toda acción u omisión que produzca o pueda producir un daño que amenace o altere el desarrollo normal de niños, niñas o de adolescentes, y es considerado una grave vulneración de sus derechos.
Sufrir la destrucción de la inocencia que supone ser abusado sexualmente, es un cataclismo en cualquiera de los sexos, femenino o masculino. La memoria del adulto trastoca un recuerdo que fue, la mayoría de las veces, desagradable e incomprensible. Este hecho abrupto deja sus huellas en el psiquismo y se impregna en nuestro comportamiento, en nuestro modo de vida, en la forma en que vamos a vivir la sexualidad cuando ya somos adultos. En algunos casos, constatados clínicamente o conocidos por la confesión de hombres dominicanos, ese acto único o recurrente de sostener relaciones sexuales con una mujer o muchacha adulta, les ha marcado el ámbito de su sexualidad. Cierto desasosiego alrededor del sexo, morbosidad exacerbada, la erotización de todos los vínculos con el sexo femenino y a veces la compulsividad adictiva descontrolada y destructiva (que acarrea prácticas que ponen en riesgo su salud y la de sus parejas, o suponen gastos exagerados en prostitución y pornografía), suelen ser las secuelas postraumáticas de un hecho que les desconcertó o les asustó.
Si bien es cierto que el despertar a la sexualidad en nuestra cultura es cada vez más precoz, y las cifras de embarazos no deseados en menores es un dato que así lo ilustra, no cabe duda que no es lo mismo llegar al descubrimiento y desarrollo de la sexualidad a través de la exploración y la curiosidad lúdica de dos personas de edades semejantes, que llegar a ella como consecuencia del abuso de un adulto, que le otorga a la experiencia un aire de transgresión, suciedad y culpabilidad que se desprende del ejercicio desmedido y abusivo del poder del adulto sobre el menor.
Sería interesante intentar medir la frecuencia con la que esta situación se produce en la vida de los infantes varones dominicanos. Hay historias de niñeras, primas, amigas de la familia, vecinas, que han marcado la vida de niños que vivieron aquella experiencia entre el espanto y la sorpresa. Ellas asumen, muchas veces, que han sido las iniciadoras de una carrera hacia la construcción de la identidad del macho dominicano, que tan orondamente exhibe nuestra cultura. Sin embargo, se trata de un comportamiento pernicioso y delictivo sobre el cual es necesario crear consciencia y tomar medidas.
A veces, detrás de ese macho desinhibido y enamoradizo, que dice y presume de ver en cada mujer la posibilidad de una copula, puede que haya un niño herido en su inocencia, que no logra sentirse del todo a gusto con su sexualidad, que la vive con ese sabor a pecado y a cosa insana. Y aunque las estadísticas y estudios de casos muchas veces los dejan fuera, y la permisividad social lo ampara y reviste de un aire de logro o triunfo, lo cierto es que un abuso siempre es un abuso, venga de quien venga y lo padezca quien lo padezca.
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