La historia la conozco por otros casos. Hace ya varios años, cuando la División de Estudios Jurídicos del CIDE recién abrió su Clínica de Interés Público, se asoció con la Oficina de Defensoría de los Derechos de la Infancia (ODI), una ONG que comenzaba a incursionar en el litigio estratégico de casos que involucraban a menores. Un importante número de casos que solicitaron la asesoría jurídica gratuita de estas dos instituciones tuvo que ver con abuso sexual. La secuencia era más o menos la siguiente: los niños o niñas víctimas de abuso casi siempre estaban asustados de hablar del tema y más frente a una autoridad, las madres estaban desgarradas de oír lo que sus hijos o hijas habían vivido y los ministerios públicos las atendían como si se tratara de un robo de celular. Después de su primera declaración, los pequeños rara vez volvían a abrir la boca. El MP quería que la declaración encuadrara perfectamente con lo que según ellos exige el tipo penal y traducían de forma torpe e inconsistente lo que estaban diciendo las víctimas. No había ninguna de las condiciones que exigen los protocolos internacionales para las declaraciones de menores: psicólogos especialistas, no ministerios públicos; en un lugar agradable y cerrado, no en las mesas de trámite de las agencias; juegos y muñecos, y no una maquina de escribir con una secretaria indiferente. Muchos de estos casos se perdían por cosas tan absurdas como que el menor no recordaba el día exacto en el que habían sucedido los hechos o porque las pruebas de semen o rastros del abuso no habían sido recolectadas adecuadamente o a tiempo. Una estrategia de defensa típica de los victimarios era que la madre estaba loca y que, por lo tanto, había manipulado al menor para declarar en su contra. Muchos victimarios se salían con la suya.
Los menores que han sufrido violencia sexual vuelven a ser victimados por el propio sistema de justicia. Es una maquinaria en la que todo está puesto para que sus voces, tenues, asustadas y frágiles, no se escuchen y, en el peor de los casos, terminen siendo distorsionadas y usadas en su contra.
La semana que viene la Primera Sala de la Suprema Corte va a establecer un precedente determinante en esta materia. El miércoles los ministros resuelven el caso del niño del Instituto San Felipe de Oaxaca que sostiene haber sido violado por el esposo de la dueña de la escuela y el maestro de computación. Ellos son prófugos de la justicia. Quien promovió el amparo que resolverá la Corte fue Magdalena García Soto, la maestra que según el menor lo llevaba al salón donde sucedían los abusos.
La defensa legal de la maestra no se ha centrado en lo que sería la defensa más obvia para ella: “yo no sabía nada”; sino en lo que permite absolver, sin haber sido juzgados, a los dos prófugos: “no existió violación”. Tuve la oportunidad de escuchar los argumentos del abogado que defiende a los tres acusados. Humberto Castillejos ha armado una buena defensa y estoy segura que está convencido de la inocencia de sus clientes. También ha hecho un buen trabajo la contraparte. Felipe Canseco, el abogado que coadyuva con el MP y defiende al menor, tiene buenos contra argumentos frente a lo que sostiene la defensa. Como en cualquier juicio, cada una de las partes provee al tribunal un punto de vista desde el cual analizar las pruebas que están en el expediente. Como todos sabemos, las pruebas no hablan por sí solas, son los litigantes los que las hacen hablar a partir de la teoría del caso que cada uno de ellos defiende: la defensa argumenta que no hubo violación y el MP y el coadyuvante que sí la hubo.
Sin embargo, entre todo este complicado mundo de peritajes y argumentos legales, hay algo que me parece incontrovertible y que debería ser el eje central de la valoración de este caso: la declaración del niño. Yo sé, y lo vi en otros casos, que un menor de cuatro años no puede ser aleccionado para declarar de la forma en que lo hizo. También sé que la única posible explicación que puede dar el abogado defensor frente a la declaración del menor es la de siempre: la madre armó todo este escándalo porque está loca. De esta manera, la vocecita del menor, esa que apenas se atreve a decir lo que le ha pasado, termina siendo silenciada. Los formalismos legales, los papeleos absurdos y los argumentos jurídicos ad hoc son los vehículos para que nadie más escuche a la voz del menor.
Esperemos que los ministros de la Primera Sala sí tengan oídos potentes y corazón grande para escuchar, entre todo el ruido que ha generado este caso, la vocecita de un niño que a sus 4 años tuvo la valentía de pedir al sistema de justicia que se castigue a quienes abusaron sexualmente de él.
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