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Agustín Castilla,
Licenciado en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México y Maestro en Administración Pública y Política por el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey. Es panista y se ha desempeñado como diputado local, diputado federal y consejero del Poder Legislativo ante el IFE.
Licenciado en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México y Maestro en Administración Pública y Política por el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey. Es panista y se ha desempeñado como diputado local, diputado federal y consejero del Poder Legislativo ante el IFE.
Hace aproximadamente seis años abordé por primera vez de manera pública un asunto que me parece de primera importancia y que percibo ausente en las agendas de gobiernos, congresos y partidos, tanto en el orden local como federal: el abuso sexual infantil.
En
aquel entonces, a partir de información y testimonios de los que
tuve conocimiento, me di cuenta que más allá de los escándalos que
surgen de vez en cuando a través de los medios de comunicación como
los de Marcial Maciel, Jean Succar Kuri o el colegio San Felipe de
Jesús en Oaxaca, los casos de abuso sexual infantil se dan con mucho
mayor frecuencia de la que pudiéramos pensar y no se circunscriben a
un determinado segmento social o condición particular.
De
hecho, en su gran mayoría se presentan en el entorno familiar, pero
al no ser denunciados ya sea porque la víctima no sabe expresar lo
que le pasó, sus padres no le creen, o simplemente se abstienen de
presentar la denuncia ante su desconfianza en el sistema de justicia
o para evitar la "vergüenza social" así como las
consecuencias adicionales que se generan cuando el agresor es una
persona cercana o incluso es un miembro de la familia, el problema se
minimiza y no es considerado de interés público.
Lo
cierto es que, a diferencia de la trata de personas, que ha adquirido
visibilidad y atención en los últimos años, el abuso sexual
infantil sigue siendo un tema marginal y aun cuando en este delito no
se involucran redes delincuenciales (generalmente el pederasta actúa
solo) y tampoco se persiguen fines económicos o comerciales como en
la trata además de que no hay cifras concretas y los datos estimados
varían mucho dependiendo de la fuente que los proporciona, afecta a
decenas o quizá cientos de miles de víctimas y por tanto representa
un problema social muy grave que no podemos seguir ignorando.
En
primer término, tengamos claro que no es creando nuevos tipos
penales o incrementando las penas como vamos a inhibir la comisión
de un delito de estas características dadas las oscuras motivaciones
que tiene un pederasta para actuar, a lo que hay que sumarle los
altos niveles de impunidad que siguen prevaleciendo en nuestro país.
Por supuesto no pretendo restarle valor a la presentación de
denuncias y a la necesidad de castigar con la mayor severidad estas
conductas criminales, máxime si tomamos en cuenta que un pederasta
no abusa una sola vez y únicamente de la misma persona por lo que el
peligro es constante, pero estoy convencido que las medidas punitivas
por sí, no son una solución.
La
apuesta debe ir enfocada a la prevención y para ello es
indispensable generar conciencia entre las autoridades, padres de
familia y en la sociedad en su conjunto sobre las implicaciones que
tiene el no supervisar adecuadamente las actividades de niñas y
niños en cualquier espacio público pero también en casa, en las
redes sociales y lo que quizá sea todavía más importante,
inculcarles que son sujetos de derechos y que nadie puede estar por
encima de ellos.
Es
de reconocer que ya se han realizado algunos esfuerzos en este
sentido como la campaña televisiva "Mucho Ojo", pero
aunque importantes no dejan de ser esfuerzos aislados a partir de
iniciativas particulares. Lo que en realidad se requiere es de un
programa general de prevención encabezado por el Estado, que detone
la implementación de políticas públicas y de acciones coordinadas
entre los sectores público, privado y social.
Otro
aspecto fundamental es el de la atención a las víctimas. Cuando un
menor de edad que ha sufrido abuso sexual no recibe una atención
adecuada, muy probablemente padecerá las consecuencias por el resto
de su vida en lo que se conoce como síndrome post-traumatico y que
pueden ir desde insomnio, pesadillas, pérdida de control de
esfínteres, vergüenza de su cuerpo, inseguridad, rencor o
dificultad para relacionarse, hasta tendencias suicidas o riesgo de
que se convierta en agresor sexual.
Peor
aún, en muchas ocasiones es re-victimizado durante el proceso penal
al tener que contar la historia una y otra vez, confrontarse con el
presunto agresor o participar en la reconstrucción de los hechos o
en la inspección ocular, con lo que revive lo que le sucedió.
Este es otro de los motivos por los que los familiares optan por no
presentar la denuncia.
Como
se puede apreciar, estamos ante un problema sumamente complejo que
debe ser abordado de manera integral y que requiere de acciones
decididas desde el ámbito legislativo y gubernamental, pero también
de la participación de la sociedad. Debo decir que gracias a la
labor incansable de organizaciones como la Red por los Derechos de la
Infancia (REDIM), Infancia Común, la Oficina por los Derechos de la
Infancia (ODI) o de Miguel Adame (ASÍ Nunca Más) ya se han
registrado algunos avances por ejemplo en el Distrito Federal, pero
desde luego distan mucho de ser suficientes.
Este
es un tema prioritario que no puede esperar más y que nos convoca a
todos. Porque el silencio y la indiferencia también nos convierten
en cómplices, estamos obligados a comprometernos y a actuar ya.
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