La
niña salió de su recámara con la pijama puesta y todavía medio
adormilada. Le preguntó a su papá, que miraba el televisor, dónde
estaba su mamá –fue con tu hermano al museo- contestó él. Al
hermano le habían dejando de tarea visitar el museo Rufino Tamayo y
normalmente era la mamá quien lo acompañaba en esos casos.
La
niña se acercó a la mesa en busca de algo para desayunar y miró
dentro de la bolsa del pan. Estaba vacía, sólo quedaban migajas.
Sobre la mesa quedaban trastes sucios: la taza de plástico donde el
papá tomaba todas las mañanas y todas las noches medio litro de
café con leche. Debajo de la taza, un plato pastelero de manzanita.
Era un plato blanco de plástico con una manzana roja pintada a mano.
También estaba un plato rojo de plástico, de esos que existían
desde hace años en su casa y en casa de su abuelita.
Sólo
evidencias de que la familia había desayunado, pero nada para que
ella desayunara.
El
papá se levantó del sillón y fue a la ventana a fumar como era su
costumbre. Según él así no molestaba a nadie con su humo, pero
sólo se hacía tonto, porque el humo del cigarro siempre se metía e
invadía la pequeña estancia, obligando a los presentes a tragarse
andanadas de aquel humo asesino.
Cuando
terminó el cigarro volteó hacia su hija y la llamó con palabras
cariñosas. La niña se acercó a él y lo abrazó cariñosamente.
Mientras él le hablaba al oído, la tomó por los hombros y la giró
hacia la ventana. Ella quedó de espalda a él. El hombre de 1.80
metros de estatura y unos ochenta y tantos kilos de peso la tomó con
fuerza por la cintura. Mientras seguía profiriendo palabras lascivas
en el oído de la niña que quedó petrificada por el miedo.
El
padre empezó a sobar sus pechos, a frotarlos con lujuria… Ella a
penas podía respirar. No se atrevía a moverse, el miedo la mantenía
atada de manos y pies. Sus ojos se clavaron en el breve espacio entre
aquellos dos libreros que se encontraban a su derecha. Desde su
posición alcanzaba a ver un trío de arañas patonas, sucios
testigos del momento en que su alma se desquebrajó como un plato de
barro mal horneado.
Él
metió sus enormes manos bajo el pijama y la niña cruzó sus
delgados brazos sobre su pecho, los apretó a su cuerpo con todas sus
fuerzas tratando de evitar que sus manos pasaran por debajo de
delgada tela azul que la cubría. Cerró los ojos con fuerza y en
silencio suplicó: -Dios, detenlo, detenlo por favor. Haz que pare,
Dios mío.
Nadie
escuchó sus súplicas…
Una
vez en su recámara, la niña se encerró y puso el seguro. Se colocó
contra la puerta tratando de servir de palanca para que él no la
pudiera abrir. Con las palmas de las manos y la frente apoyadas
contra la puerta y las plantas de los pies fijas con todas sus
fuerzas contra el piso, ella trataba de evitar lo que ya no se podría
borrar jamás.
Afuera
la respiración entrecortada de él y el sonido de sus pasos le
indicaban a la niña que él no se despegaba de la puerta. Daba
vueltas en el metro cuadrado que se ubicaba fuera de la habitación.
¿Qué quería? ¿Qué más buscaba?
La
niña deseaba darse un baño pero no podía salir de aquel cuarto que
a partir de ese día se convirtió en su prisión y lo más cercano a
un refugio que ella conocía. Su madre no llegaba y ella pensaba que
cuando mamá llegara podría salir libre y dirigirse a la regadera,
pero si mamá llegaba y la encontraba tan tarde, en pijama y sin
bañar se enojaría mucho con ella. Decirle lo que ocurrió… ni
pensarlo. Mamá nunca la prefirió, de hecho, todo el tiempo le
recordaba que no había sido bienvenida a la familia, así que
contarle una historia como la ocurrida aquella mañana de domingo
sería firmar una sentencia de odio desmedido y eterno que la
perseguiría por la eternidad para castigarla por su infamia. –Si
mi mamá se entera seguro me echará de la casa– pensó la niña.
La
pequeña estaba en una encrucijada, todo lo que hiciera se revertiría
en su contra. Pensaba en todas las posibilidades, aferrada a aquella
puerta fría y entretanto su mente se encargaba de hacer el trabajo
sucio: ocultar las evidencias, esconder las imágenes, borrar aquella
mañana…
A
partir de aquel momento, la niña cargaría con un cúmulo de
sentimientos que no entendía, que la paralizaban; cargaría con un
miedo atroz a aquellas arañas que amenazan a cada instante con
revelarle la verdad oculta con tanto esmero; cargaría con el
secreto, con el olvido y el hilo invisible que se ata a los recuerdos
por detrás de la conciencia; cargaría con los pedazos de su alma y
de su cordura con la esperanza de poder unir las piezas algún día y
llevaría dentro un frío que carcome los huesos y que jamás podrá
sacarse de dentro.
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