ELVIRA LINDO 22/11/2009.
Las palabras pueden curar. Hace unos años una lectora se puso en contacto conmigo con la intención de contarme su historia. Desconfío de ese tipo de relación. Lo más común es acabar decepcionando. Sería largo de explicar porque esto no me sucedió con S. Al principio, intercambiamos varias cartas. Ella había leído una novela mía en la que aparece una criatura de la que su abuelo abusa mientras la madre está en el trabajo. Esa pequeña historia estaba inspirada en lo que me contó una persona cercana, así que a pesar del envoltorio literario había en ella detalles específicos que se repiten en los casos de abusos a niñas que mi lectora reconoció. Buscaba a la autora de esas palabras. Quedamos en un café. Fui con la sensación de que no debía haber ido. No es prudente entrar a saco en el corazón de un desconocido. Nunca se sabe. Allí estaba. Era, es, una mujer guapa, con una sensualidad voluntariamente borrada, una sonrisa dulce y una mirada dura. Como suelo hacer cuando una situación me desconcierta hablé compulsivamente de asuntos triviales. Pasó una hora sin que dijéramos nada importante, salimos del bar, y me propuso llevarme a casa. No me gusta montarme en el coche de alguien que no conozco, pero tampoco sé decir que no. Aparcó cerca de casa, me miró y me dijo que se sentía decepcionada. ¿Decepcionada? Ya estamos. "Venía dispuesta a contarte lo mío y me voy igual que vine". Quise largarme. No me moví. Allí, en el interior del coche, me contó esa historia que jamás había sido contada. La historia que su madre fingía desconocer y su familia prefería ignorar. Fue desde los cinco años hasta los quince. Diez años de terror resumidos en media hora. Yo me preguntaba por qué me había convertido en la depositaria de aquel secreto. No era la clásica historia de una familia lumpen y no se trataba de un maltratador de mujeres: nuestro hombre era un profesional y se dedicaba exclusivamente a violar a sus dos niñas. Las marcas aún están ahí, en el pecho. El individuo fue progresando en sus abusos siguiendo un sistema: antes de la llegada de la regla las sometía a todo menos a la penetración y las avisaba de que ésta llegaría después de que "fueran mujeres". La niña, para que el mal trago pasara pronto, hacía lo que su padre le pedía, las palabras sucias exigidas, los movimientos requeridos; esa sumisión, que naturalmente se da en todas las niñas, es lo que acaba por hacerles creer que son cómplices de un pecado. ¿Es posible que una madre no se entere de que su marido se levanta de la cama para violar a sus hijas? Éste es el lado más turbio del asunto. La madre. La madre de nula personalidad y escasa autoestima hace que no oye ni ve. Mi lectora tenía razón: qué fácil es apoyar causas en abstracto y qué costoso enredarse en las penas concretas. Ésa es la razón por la que las víctimas se tienen por bichos raros de los que la gente huye. Pero pasó el tiempo, a mí se me quitó el miedo y a ella se le suavizó la mirada. Hoy casi puedo decir que mantenemos una amistad distante pero sólida. Nos seguimos la pista. Quise escribir un libro sobre ella y sobre mí, sobre esa inusual relación. No citaría nombres ni ciudades, le dije, y reproduciría parte de las cartas que ella me había escrito: nunca he conocido a nadie que describiera mejor el dolor infantil. Pero ella estaba muerta de miedo. Su padre, el violador, vive. Aunque hace años que no lo ve, sabe dónde disfruta de su vida de jubilado meapilas, de cabrón refractario al arrepentimiento. Desde hace unos días me acuerdo intensamente de ella mientras leo una novela, Push, que causó un gran impactó en América en 1996 y que llegará pronto a España en forma de una película, Precious, que ha cosechado ya numerosos premios. Precious es una chica de Harlem, gorda, fea, negra, pobre, y su nombre, Preciosa, es como una broma de mal gusto. Está escrita por Sapphire, una escritora que durante años dio clases de alfabetización en el Bronx. El ambiente de Push no tiene nada que ver con el ambiente social de mi lectora; sin embargo nada iguala a los seres humanos tanto como la desgracia. El padre lumpen y el padre profesional esclavizan de la misma forma a sus niñas; de manera perversa, las hacen creer que ellas también disfrutan. Eso atormenta su mente infantil, la invade de vergüenza y culpa. La madre inválida de Harlem y la señora burguesa española hacen la vista gorda para retener a su hombre. Su silencio cómplice es el mismo. No sé si Push es buena literatura, creo que a veces eso no importa. Es una voz poderosa, la de esa pobre muchacha que se salva gracias a la escuela de los servicios sociales y al afecto de una maestra. Yo he visto a muchas Precious en el metro: obesas, de mal humor, adolescentes que no saben cómo tratarse a sí mismas ni a sus hijos, niñas violadas, jóvenes analfabetas. De vez en cuando se produce el milagro y alguien reconduce su vida. La vida de Precious no es la de mi lectora, pero cómo se parecen en el recuerdo de su tormento infantil. Las dos, como tantas niñas, aprendieron a desdoblarse mientras el padre las violaba. Mientras el monstruo perpetraba su delito, ellas se concentraban en una canción cursi, de esas que cantan las niñas con otras niñas, y volaban lejos, muy lejos de aquella cama.
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