Fue en 1994 y era invierno. Lo recuerdo bien porque llegué a la
casa de Ernesto Sabato con las manos ateridas, y él las sostuvo largamente entre
las suyas para reconfortarme.
En esa ocasión, yo lo visitaba por un motivo especial: una conferencia
latinoamericana sobre la vida de los niños de nuestro continente. Los
organizadores aspirábamos a que fuese uno de los oradores magistrales, cosa que
aceptó, aunque a última hora no pudo asistir.
"Si vamos a hablar con la verdad, Silvia, se le va a helar también el corazón
y ya no podré ayudarla", me dijo.
Así fue: el corazón se me iba helando a medida que Sabato me refería, con su
voz peculiar, el creciente ejercicio de la prostitución infantil en el norte
argentino.
Han pasado 17 años, y hoy recupero instantes de nuestro diálogo, parecidos a
relámpagos que descargan en mi memoria una luz que, si bien lacerante, me ayuda
a reconocer el camino entre las brumas de nuestra actual desorientación.
Sabato me miró fijamente cuando dijo: "Es tan cruel que hasta duele ponerlo
en palabras".
Es que hablábamos de niños, y de lo que nos dolía en la carne: los niños de
nuestro país. Nuestros niños. Me paralizó un sentimiento de impotencia. "¿Cómo
hemos llegado a esto?", pregunté torpemente.
"No se equivoque -repuso-, no hemos llegado todavía. Es sólo el comienzo de
algo que crecerá, porque a nadie le importa. Llegaremos a ser destino de turismo
de sexo infantil. El Noroeste y la Mesopotamia son ruta de tráfico y proveeduría
de niñas."
"¿Qué podemos hacer nosotros?", pregunté.
El autor de Sobre héroes y tumbas reflexionó con hondura y, con gesto
atormentado, respondió: "Un escritor, un periodista, un intelectual, sólo puede
escribir, alertar, hablar. Pero es necesario que del otro lado esté el que lea,
escuche y se haga eco. Se precisa del interlocutor sensible, y es lo que falta.
El Estado está ausente y la sociedad, cada vez más entregada a la estupidez. Los
políticos se ocupan de lo inmediato y redituable, y los niños no votan".
La prostitución infantil cuenta con dos aliados de hierro: la pobreza y la
indiferencia. Y, por supuesto, con lo que la mantiene vigente y próspera: los
clientes. Hoy ha ganado un nuevo aliado, acaso mucho más perverso, por más
sutil: la imperante y progresiva permisividad social con las iniquidades. Es así
como, últimamente, nos tuteamos con la prostitución, y hasta casi simpatizamos
con ella. Sonreímos ante sus picardías, nos divertimos con sus transgresiones.
La elevamos a categoría de labor acreditada. Confundimos el que haya existido
milenariamente con que valga intrínsecamente como práctica y modo de vida.
Cometemos la falacia de equiparar su legalización con su redención.
Sorprende que, en plena era de los derechos humanos, la prostitución sea
vista como una manifestación de su ejercicio y no como su violación. A tal punto
nos hemos extraviado en la falta de valores. Y no hablamos aquí de la
prostituta. Hablamos de la prostitución. Parafraseando el famoso adagio según el
cual Dios aborrece del pecado pero ama al pecador, justo es decir que la
prostituta o el prostituto mayor de edad tiene el derecho de vivir de acuerdo
con lo que elija, en tanto y en cuanto no dañe a indefensos u ofenda la libertad
de otros. Le cabe el derecho a ejercer la prostitución, pero no de fomentarla y
publicitarla atentando contra la salud de la sociedad. Porque urge decir en voz
bien alta que, por encima del derecho de quien elija ejercerla, la prostitución
sigue siendo abominable.
Aquel día, Sabato comentó que el trabajador sexual debe vérsela generalmente
con esa zona oscura de la sexualidad entre lo instintivo de la bestia y el bello
erotismo amoroso; ese oscuro abismo desde donde acechan los deseos más
depravados. Aquí es donde la prostitución alcanza a los niños. No debemos
olvidar que muchas de las prostitutas adultas de hoy fueron las niñas
corrompidas de ayer, ni pasar por alto el hecho de que muchas de las meretrices
que abogan por sus derechos bien pueden estar reclutando niñas que satisfagan a
clientes con exigencias de muslos tersos y virginidad.
No sabemos lo que encierran los burdeles que ahora se propagan como hongos
por los barrios de Buenos Aires y a lo largo de las rutas del país. Días
pasados, una amiga que viaja con frecuencia por el interior, me dijo estremecida
que las veras de los caminos están cada vez más infestadas de lucecitas rojas.
Luces rojas: la convención internacional que señala el lugar del comercio de
sexo. También el color universal del peligro. ¿Cuántas niñas son torturadas en
esas fosas de las satisfacciones más infames? ¿Qué dolor alojan esos
infiernos?
La prostitución no ha sido jamás un ámbito de virtudes. Negocia con el crimen
organizado, con la trata de personas, con el tráfico de drogas. Practica con
naturalidad la esclavitud, ilegal por cierto, pero pilar básico de su actividad
legalizada. Y hay un término que, por principio, no aparece en sus
transacciones: amor.
Aquella fría tarde de invierno, Sabato me confesó su desesperanza. La
prostitución infantil en la Argentina, lejos de encontrar su nunca más, corría
el riesgo de consolidarse, porque el niño no vota y el Estado está ausente,
porque la sociedad se despreocupa y se divierte con el mismo mal que la genera.
Y porque el ser humano es un pozo de turbias pasiones que hoy se exhiben y se
festejan con descarada liviandad.
La autora, escritora, es directora del Capítulo Argentino del Club de Roma
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