lunes, 17 de diciembre de 2012

“A ella debe dolerle porque es mujer”

El Nuevo Diario
15 de diciembre de 2012

Managua, Nicaragua | elnuevodiario.com.ni
“A ella debe dolerle porque es mujer”
Fco. Javier SANCHO MAS | Opinión

Todos lo sabían. El tío, la abuela, la mamá, y hasta el hermanito de cinco años que contemplaba cómo aquel hombre se metía en su cuarto con la hermanita adolescente. Acompañé a un amigo a visitar el domicilio porque la niña había faltado a clase repetidamente. Todos sabían lo que hacía el nuevo marido de la mamá. Pero nadie decía una palabra.

También lo sabían los vecinos. Esos sí decían palabras, y seguramente exageraban en rumores las veces que el hombre entraba en aquel cuarto contiguo al de su mujer. Pero existían fundadas sospechas de lo que allí ocurría. El cambio de humor de la niña, los dibujos extraños, los llantos repentinos, las ausencias de clase. Al fondo de la casa, yo miré el cuarto.

Una pared de tabla muy fina que ni siquiera llegaba al techo. En lo alto, colgaban las perchas con la ropa lavada. No tenía puertas. Sólo una cortina que, con la ayuda de una luz pequeña, y acercándose con cuidado, podía transparentar lo que ocurría adentro.

Imagino pues que todo acontecía en ese mismo silencio viejo, oscuro y pesado que se dejaba caer encima de todos los familiares ante la pregunta de “qué le pasa a la niña”. Y al igual que la niña, los otros, las otras, debían cerrar los ojos e imaginarse, hasta hacerlo real, que lo de allí adentro, al fin y al cabo, no era nada del otro mundo. Desgraciadamente, no era nada del otro mundo.

Al salir, la abuelita fue la única que se levantó se nos acercó antes de irnos. Quería ofrecernos una última palabra, una especie de reclamo de una vieja escuela de maltrato a la que ella creía que validaban sus años: “Yo no sé en qué país creen que están ustedes”, nos dijo, “pero los hombres tienen sus debilidades, y cuando toman guaro, es peor; así son. No se metan en nuestros asuntos. ¿O es que quieren que nos muramos de hambre? Y de los vecinos…, ¿qué creen, que a ellos no les pasa lo mismo? Vayan y pregunten”.

Se nos quedó grabada la frase de esa mujer, y en ese afán, le dije a mi amigo que podríamos hacer un reportaje, aceptando el reto planteado por aquella señora. Nos centramos en un sector del barrio de San Judas. Quisimos ampliarlo a un residencial. Preparamos un cuestionario asesorándonos con profesionales del tema. Y como encuestadores, fuimos casa por casa, preguntando a la gente si conocía casos de abuso sexual en la zona. Los resultados de la primera cuadra fueron escalofriantes. Había indicios de abuso casa de por medio. En la mitad de la cuadra se producían violaciones, en su mayoría, de menores. Por diferentes razones, no pudimos concluir el reportaje, o quizá porque el tema se nos quedó muy grande en ese momento, y nos ganó el silencio. También nosotros nos volvimos culpables.

Comentando el caso de la primera niña con una amiga, me decía que la reacción de la abuelita era normal, pero que a ella, en el fondo, debía dolerle mucho más, porque era mujer. “¿Por qué abusaban de su nieta?”, le pregunté. “Eso, pero sobre todo le duele tener que quedarse callada”.

En Nicaragua, el alcance de la epidemia del abuso sexual no es desconocido. Está silenciado. Y eso cuando probablemente se trate de una de las mayores causas de fractura individual y social, cuyas dramáticas consecuencias sobrepasan otros desastres de orden natural o político. Sorprende entonces que la respuesta a este cáncer por parte de las instituciones del gobierno sea tan tímida, tan silenciosa y cobarde, o tan manipulada. ¿Por qué no se actúa de la misma manera que se actúa ante una epidemia?

Un ejemplo. Cuando algunos, o muchos agentes de la mismísima Policía Nacional, que reciben las denuncias de abusos, son violadores de una niña con discapacidad al lado de la casa del presidente de la República, o abusan de las detenidas en los disturbios de Nueva Guinea, imagino que a la directora de la policía debe dolerle mucho. Y si al final se comprueban quiénes son los culpables y se demuestran los hechos, ni siquiera las nuevas leyes contra el abuso y la violencia contra la mujer podrán vencer una de las formas más humillantes de nuestra miseria: el silencio ante la violación de nuestros más cercanos. Una de las mayores fracturas que puede sufrir un país. Un silencio viejo, antiguo y pesado, y también culpable.


sanchomas@gmail.com

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