Los testimonios de Wade Robson y James Safechuck sobre Michael Jackson delinean el típico modus operandi del abusador sexual.
Jackson en la casa de Wade Robson, que visitaba a menudo.
Cuando terminan las cuatro horas de Leaving Neverland se entiende por qué los herederos de Michael Jackson quisieron impedir la exhibición: el documental dirigido por Dan Reed para Channel 4 y HBO resulta demoledor. Porque aborda un hecho que levantó una de las más monumentales hojarascas mediáticas, las acusaciones de abuso sexual infantil contra el “Rey del Pop”, pero pocas veces se analizó con ese grado de detalle, y a través del testimonio de dos víctimas directas y sus familias. Dejando Neverland es perturbador. Dejando Neverland es conmovedor. Y cuando termina no hay manera de seguir viendo los hechos de la misma manera.
Dan Reed sabía en el baile que se estaba metiendo, pero (tal como dijo en esta entrevista publicada por Página/12) a medida que se desarrollaban las conversaciones con Wade Robson, James Safechuck y sus familiares directos ya no le quedaron dudas. Tras ver el resultado, solo al ultrafanático de Jackson podrían quedarle. Los herederos de Jackson han levantado una y otra vez la bandera de que esos mismos dos hombres declararon a favor del músico en el estrado, negando rotundamente toda conducta sexual inapropiada. Pero en las palabras de Robson y Safechuck se va delineando algo que quienes trabajan con víctimas de abuso sexual conocen bien: el agresor no solo lleva a cabo esos actos, sino que va generando una manipulación tal que garantiza el silencio. Ambas víctimas tuvieron que llegar al límite de su salud mental y emocional y -sobre todo- formar una familia y ser padres para sentir que la mentira ya no era tolerable, para poder romper el cerco y encontrar la manera de seguir viviendo. “Necesito decir la verdad con la misma firmeza con la que mentí tanto tiempo”, dice uno de ellos en el cierre del film, la voz estrangulada pero con cierta sensación de liberación.
Ahí, más que en el abuso sexual propiamente dicho (que, por supuesto, no es un asunto anécdotico), reposa el poder de Leaving Neverland. Lo que queda expuesto es el típico modus operandi del abusador, la seducción, la telaraña de palabras que envuelven a la víctima, la creación de un vínculo tan sólido que deja afuera a los seres más queridos, la naturalización de conductas aberrantes presentadas como actos de amor, la culpa inoculada en seres emocionalmente indefensos. Por añadidura, el abusador no era un vecino cualquiera: era una superestrella, un músico y performer enormemente talentoso, objeto de admiración de millones.
El documental de Reed es creíble porque abraza las contradicciones. Los testimonios de las madres son esenciales, porque el argumento habitual es “¿Cómo dejaste que tu hijo de siete años se quedara a dormir con un hombre de 34?”, y es necesario echar luz sobre el modo en que el esquema de seducción y atracción de Jackson se extendía a todo el entorno familiar. Hubo conveniencias económicas, sí (bajo el ala y guía de Jackson, tanto Robson como Safechuck desarrollaron exitosas carreras artísticas), pero la dependencia emocional generada por el músico no se limitó a los niños. Stephanie Safechuck, cuyo hogar Jackson visitaba muy a menudo, no duda en definirlo como “un hijo más”. Joy Robson no podía dejar de verlo como “un hombre solitario que no tuvo infancia, al que querías ayudar”. Todos (incluso las víctimas, que no podían hacer otra cosa que callar) vieron la denuncia de Jordan Chandler como un mero interés por el dinero. Solo Nash Robson, el hermano mayor, mostró siempre su desagrado por el modo en que la atracción de Jackson hizo que su familia dejara Australia dejando a su padre atrás.
Porque lo otro que queda claro en Leaving Neverland es que quebrar el silencio y terminar con la mentira es un paso necesario para las dos víctimas, pero lo que está roto ya no tiene arreglo. Además de la cuestión sexual, la manipulación emocional de Michael Jackson hacia sus jóvenes amiguitos dejó secuelas insalvables. El relato de los celos, el dolor y el desamparo que producía en esos niños ver que el lugar de “el preferido de Michael” era ocupado por un nuevo jovencito da cuenta de ello. Cuando Robson finalmente se quiebra al relatar el momento en que le dijo a su psiquiatra, y luego a su familia y a su esposa, que todo era verdad, es imposible no empatizar con él y sentir un nudo en la garganta. Cuando en el final Safechuck dice que “tienen que entender que tenemos la mentalidad de un niño en un cuerpo que envejeció” se toma dimensión del profundo daño que produjo Michael Jackson. Un hombre cuya dimensión creativa sigue sin estar en duda –en ningún momento el documental intenta demoler al artista-, pero que era un enfermo, un pedófilo, un megalómano inmerso en un mundo de fantasía en el que obtener satisfacción sexual con niños era un gesto de amor que el mundo nunca entendería.
En esta era de nueva conciencia sobre los abusos sexuales, Leaving Neverland es de visión absolutamente necesaria. No porque se trate de una excéntrica superestrella, sino porque expone con crudeza el modo en que un abusador opera y consigue su objetivo, y puede salir impune durante años y obtener el apoyo de sus propias víctimas. Y aun cuando la verdad sale a la luz, que el desastre sea irreparable.
*Leaving Neverland, partes 1 y 2, en diversos horarios por HBO o a través de la plataforma de streaming HBO GO.
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